miércoles, 30 de junio de 2010

53. La españolidad de Saramago

Con algunos escritores ocurre que, pese a pertenecer a otra nación, son incorporados de forma natural al patrimonio literario de otro país, como si, por una suerte de acuerdo tácito, nadie discutiera esa adopción. En España, este fenómeno se ha dado sobre todo con los autores sudamericanos gracias al elemento aglutinador de la lengua. Pero el hecho resulta más llamativo cuando el escritor no comparte en la ejecución de sus obras el idioma común. Ese es el caso de José Saramago. A nadie le ha importado pensar que la periodista sevillana Pilar del Río es la que traslada al castellano los originales portugueses de su marido. O quizás sea precisamente por ello por lo que la asunción de su españolidad resulte más fácil. José Saramago es heredero de aquellos otros portugueses que hoy se estudian en las aulas de Literatura como si fueran autores españoles, tales como Gil Vicente o Jorge de Montemayor pero estos últimos escribieron sus obras en castellano; José Saramago no y es tan español como aquellos. Desde 1991 residía con su mujer en Lanzarote y Lanzarote le ha visto morir. Parte de las cenizas del escritor se depositarán bajo un olivo del jardín de su casa de la isla canaria, lo cual no deja de ser significativo.

En Las intermitencias de la muerte Saramago nos pintaba un país donde la muerte no existía, en la línea de esas otras obras como Ensayo sobre la ceguera, donde se hipotetizaba sobre situaciones imposibles. Ya ha descubierto Saramago que él no podrá ser nunca un personaje de esa novela. Sin embargo, en que su muerte sea al menos intermitente en la lid con el olvido, tenemos sus lectores la última palabra.

domingo, 20 de junio de 2010

52. Oleza

El mundo de la poesía dirige su mirada este año hacia Orihuela. En esta ciudad alicantina, bañada por las aguas del Segura y flanqueada por el contraste de su exuberante huerta y sus riscos pelados, nació en 1910 Miguel Hernández. Para hacerse una idea de la Orihuela de aquel tiempo, nada mejor que acercarse a la obra de otro ilustre alicantino, el gran novelista Gabriel Miró (1879-1930) quien acuñó para la ciudad el nombre literario de Oleza, inmortalizándola en obras como Nuestro Padre San Daniel y, sobre todo, El obispo leproso. En estos libros, Gabriel Miró da buena cuenta del carácter eclesial de Orihuela, de la que se maneja el dato de ser una de las ciudades españolas con más iglesias por habitante. Por aquellas calles de olor a incienso y frufrú de sotanas, debió recorrer Miguel Hernández su itinerario habitual para pastorear las cabras de su padre o para vender la leche que éstas producían. Tal vez lo haría por la calle Mayor, donde vivía José Marín, el futuro Ramón Sijé de la magnífica elegía, aún desconocido para Miguel, o por la calle de la Verónica, “querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates”, al decir de Miró. Y obligatoriamente tendría que pasar por el colegio jesuita de Santo Domingo, una de cuyas puertas daba a la calle de Arriba, donde estaba situada la casa familiar del poeta. La importancia e influencia del colegio era tal en la ciudad, que Gabriel Miró llega a afirmar: “El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de Jesús, un patio sin clausura, y los padres y hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa”. Y ese tramo del camino debió ser especialmente doloroso para Miguel, quien había pasado allí los mejores años de su adolescencia antes de que su padre decidiera interrumpir los estudios del muchacho para que éste arrimase el hombro al negocio familiar o tal vez celoso de una posible influencia vocacional de los seminaristas sobre su hijo. Con los jesuitas, la avidez lectora de Miguel había adquirido una sistematización reglada que encauzaba aquella primera educación asilvestrada que el futuro poeta había recibido años antes de las Escuelas del Ave María, cuya pedagogía se basaba en el aprendizaje a través de la interacción con la propia naturaleza y el entorno inmediato. A la postre, la poesía de Miguel Hernández condensaría ambas vertientes y, junto a la formación humanística de los jesuitas, los versos de sus poemas contendrán el instinto rebosante de quien fue naturaleza en la naturaleza. Y, siguiendo con el recorrido habitual de nuestro pastor, seguro hallaría por aquellas calles el “olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad”, pero ninguna como la tahona de su amigo Carlos Fenoll, el panadero poeta que le cede a Miguel su sección en el periódico El pueblo de Orihuela para publicar “La sonata pastoril”, el primer poema que vio la luz, uno de los tantos que escribiría en la soledad del monte, al arrullo de sus ovejas, en cualquier pedazo de papel de estraza o en aquel famoso cuaderno de cuentas: “en esta siesta de otoño/bajo este olmo colosal/que ya sus redondas hojas al viento comienzo a echar/te me das, tú, plenamente,/dulce y sola Soledad”. Y en algún momento levantaría los ojos del papel, fijaría la vista en el perfil recortado de su Orihuela, a lo lejos y pensaría “Si queréis el goce de visión tan grata / que la mente a creerlo terca se resista; / si queréis en una blonda catarata / de color y luces anegar la vista; / si queréis en ámbitos tan maravillosos / como en los que en sueños la alta mente yerra / revolar, en estos versos milagrosos, / contemplad mi pueblo, contemplad mi tierra”.

Y, sin embargo, Madrid esperaba…

En la foto de arriba, Miguel Hernández junto a sus compañeros de la escuela del Ave María (1921). En la de abajo, junto a sus compañeros de la escuela de Santo Domingo (1923). Hagan apuestas. ¿Quién es Miguel Hernández?

domingo, 13 de junio de 2010

51. Manifiesto elegíaco por el libro impreso

Hace rato que cayó la noche. Es hora ya de acostarse. Entro en mi habitación sorteando las pilas de libros que aquí y allá se disputan el espacio del suelo. En lo alto de cada pequeña atalaya, desde la portada del libro que corona la torre, vigila el retrato de Quevedo o el de Cervantes o el de Lorca y se me antojan centinelas atentos a la amenaza de las polillas o, peor aún, a la del olvido. Pienso entonces que debería comprar de una vez las estanterías que necesito o acabaré convirtiendo mi cuarto en aquel salón de los Briones que inmortalizara Jardiel Poncela. Al fondo, la cama tiene parte de la colcha deliberadamente abierta, dejando a la vista una porción de almohada, y parece con ello que me hiciera una graciosa reverencia convidándome a su cobijo. Acepto la invitación y me acomodo bajo la muelle caricia de las sábanas. Sustituyo la clara luz del techo por la mortecina que proyecta la lamparilla de mi mesita de noche. Es que voy a leer. Y necesito el silencio cómplice de una luz discreta. Abro el libro, y la página doblada por una de sus esquinas me recuerda que anoche estuve yo ahí mismo, en esa doblez que es el rastro de mis dedos sobre el papel, al igual que alguna otra página rebelde contendrá tal vez restos de mi saliva. A veces, el punto de libro es la carta que ella me dedicó al regalarme ese mismo volumen, o la flor, ya seca, que me la recuerda. Pronto el silencio invade la estancia y sólo se oye el arrullo del papel en su tránsito, que muere en el último renglón y nace en el primero de la página siguiente: esperma de tinta que preña la hoja y la sobrevive. De repente, un maravilloso pasaje, un verso que embelesa, una idea que subyuga; y cierro los ojos para mejor saborear su belleza, quizás para repetir las palabras musitándolas; y en el paroxismo del paladeo literario, me vence el sueño y el libro reposa sobre el pecho y se eleva a cada golpe de respiración y late con el pálpito de mi propio corazón. El alba me sorprenderá así, dulce guerrero vencido en la lid nocturna de la belleza vestido con el peto blasonado por la eterna heráldica del Libro.

Al día siguiente, me visita un buen amigo. Viene a buscarme para dar un paseo. Le invito a entrar antes en casa. Observa irónico la pila de libros en el suelo y me encarece que debo modernizarme. Con el “iPad” podría ahorrarme tamaño desorden. Caben en el aparatito miles de libros, se ahorra uno estanterías, su iluminación permite prescindir de la lamparilla, él mismo te recuerda en qué parte de la lectura te has quedado sin necesidad de doblar las hojas, ni utilizar esas cartas o flores como puntos de libro. Pero, ¿aún escribes cartas en la era del e-mail? Con el “iPad”, el libro siempre está nuevo, desaparecen las marcas del uso continuado, se pasan las páginas con un simple “clic” o deslizando los dedos de derecha a izquierda sobre la pantalla. Incluso, para los nostálgicos del libro impreso, el “iPad” imita el sonido de las hojas al pasar. No huele a rancio con el paso del tiempo, se acabó el concepto de libro de segunda mano: ya no hallarás anotaciones a lápiz escritas por algún desaprensivo que quiso apuntar al margen algún pensamiento que le sugirió la lectura. Yo concedo. Yo asiento con la cabeza y contesto: “ya, sí, pero no sé…”. Nunca un “no sé” estuvo tan lleno de convicción. Mi amigo me da unas palmaditas en las espaldas como compadeciéndose. Al salir de mi cuarto para dirigirnos a la calle, mi amigo tropieza sin querer con una de las pilas de libros que, cayendo sin estrépito, quedan desparramados como despojos en el suelo de la habitación.

miércoles, 2 de junio de 2010

50. El pisito

En los tiempos que corren en los que comprar una casa supone una verdadera odisea, adquiere una absoluta vigencia El pisito, espectáculo teatral que actualmente está de gira por los escenarios españoles. Como es sabido, originariamente El pisito era una novela (1957) de Rafael Azcona, basada en hechos reales que tuvieron lugar en Barcelona. A partir de la novela surgió la versión cinematográfica en 1959 de la mano de Marco Ferreri, quien contó con actores de la talla de Mary Carrillo, Concha López Silva y José Luis López Vázquez -fallecido en noviembre de 2009, a quien no se le puede negar el lugar tan destacado que ocupa en el mundo del cine español-. El propio Azcona revisó su texto varias veces para depurar los tijeretazos de la censura. Así, en 2005 apareció la versión definitiva de la novela y antes, en 2002, recibió la propuesta de adaptar su obra para las tablas. De modo que la versión teatral que nos ocupa, dirigida por Pedro Olea, cuenta con el visto bueno del autor quien aconsejó a Juanjo Seoane y a Bernardo Sánchez sobre cuestiones varias.
El pisito presenta la historia de Rodolfo y Petrita, novios desde hace doce años que no consiguen comprar un piso en Madrid debido a las dificultades económicas que sufren. Desesperados, ven la solución a sus problemas en doña Martina, una anciana de 85 años en cuya casa tiene subalquilada una habitación Rodolfo. Éste, instigado por Petrita, le pide matrimonio a la señora para poder heredar el contrato de alquiler de ésta y poder formar una familia. Lo que había comenzado como una broma se convierte en realidad cuando doña Martina acepta la proposición a cambio de que, tras su muerte, su gato sea cuidado por los nuevos inquilinos. La trama está salpicada de toques de humor que no eclipsan el drama que vive esta pareja que supera los 40. Piensen, por ejemplo, en el tema de la castidad que soportan los personajes, pues en la España de los años 50 era una deshonra mantener relaciones antes del matrimonio y en la urgencia por formar una familia ante el apremio del reloj biológico que va restando horas de fertilidad a Petrita. A todo ello se le suma la entrañable relación que se forja entre doña Martina y Rodolfo, pues ésta le colma de detalles y cuidados como una verdadera esposa ejemplar. Por todo ello, el sabor de la representación es, desde mi punto de vista, agridulce al igual que lo es la vida real.
Por otra parte, la puesta en escena es impecable. Los decorados están muy cuidados y son un homenaje a las portadas de la revista humorística La Codorniz, en la que Azcona participó. Lo mismo sucede con el vestuario de los actores y con la selección de éstos: Pepe Viyuela, Teté Delgado y Asunción Balaguer, la cual arrancó el aplauso espontáneo del público cuando apareció en escena en el Principal de Alicante.
En definitiva, esta versión nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una de las obras maestras de uno de los genios del cine español. Así lo demuestran los numerosísimos galardones que recibió Azcona, como el Premio Nacional de Cinematografía en 1982, el Goya de Honor en 1998 o la Medalla de Oro de las Bellas Artes en 1994. Asimismo, se plantea un conflicto que al público no le es ajeno ya que en la actualidad los Rodolfos y las Petritas nos tenemos que casar con las entidades bancarias de por vida para conseguir nuestro hogar. Ahora bien, por un módico precio podremos sentirnos propietarios de este "pisito", el cual no defrauda y no tiene desperfectos sino que puede ser un idóneo broche de oro para poner fin a esta temporada teatral.