domingo, 18 de julio de 2010

55. Ucronía hernandiana

El joven periodista no necesita llamar a la puerta de la casa. Está abierta y asoma la cabeza tímidamente tras el umbral. 
“¿Don Miguel?” A su reclamo aparece un hombre delgado, algo apocado y de gesto nervioso que estrecha sin vigor la mano del periodista: es Manuel Miguel, el hijo del poeta, que le invita a pasar. Siguiendo sus pasos y observando su exigua figura, a nuestro periodista se le antoja que Manuel Miguel sigue amamantándose con sangre de cebolla. El itinerario doméstico le conduce hasta el huerto de la casa; allí, sentados a la sombra fresca de una frondosa higuera, embebidos en el arrullo de los pájaros y en el diálogo del viento con las hojas, sienten pasar la vida Josefina Manresa y Miguel Hernández. La irrupción del periodista interrumpe el ensimismamiento de la pareja. Miguel Hernández alza la vista del suelo y sus grandes ojos azules se clavan en el muchacho. Éste lleva colgada del hombro una mochila, mientras sujeta con ambas manos una forma redonda, cubierta con papel de tahona, que deposita cuidadosamente sobre una pequeña mesita próxima a la higuera. Al retirar el papel, se descubre una tarta sobre la que se han colocado tres velas que representan el número 100. “La he comprado en la panadería de Fenoll y cuando ha sabido que era para usted, no ha querido cobrarme”, puntualiza el periodista. Miguel Hernández esboza una sonrisa franca y agradecida. Desea levantarse para saludar al reportero pero éste se adelanta: “No se levante, don Miguel. Gracias por recibirme, es un honor”. Al darle la mano, mucho más firme que la del hijo, el periodista detiene unos segundos su vista en el reloj de oro que el poeta luce en la muñeca y piensa que no le cuadra aquella ostentación en ese hombre. Pese al disimulo del muchacho, don Miguel se ha dado cuenta. “¿Te gusta? Me lo regaló Vicente Aleixandre hace ya muchos años. Salvo el cristal de la esfera, todo él es original”. “Pero lo tiene usted parado, don Miguel”. “Sí, exactamente desde el 28 de marzo de 1942 a las cinco y media de la mañana. Cuando huí a Portugal, quise empeñarlo para poder sobrevivir y comoquiera que el comprador, al verme con aquellas ropas tan ajadas, pensase que lo había robado, me denunció a la policía portuguesa. Menos mal que Aleixandre mandó el justificante de compra a tiempo y pude evitar males mayores. Pero no conseguí evitar que me mandasen de vuelta a España. Cuando estuve detenido en Rosal de la Frontera, tuve la suerte de coincidir con mi amigo y compadre Salinas, que estaba destinado allí como guardia civil. Conté con su complicidad y le entregué el reloj para que me lo devolviera cuando todo hubiera pasado. Luego vino mi ruta turística por las cárceles de media España”. Miguel Hernández deja de sonreír y, en un largo silencio, escruta quién sabe qué horribles imágenes en su pensamiento. Josefina le observa entristecida. El periodista se siente incómodo, no quiere estropear el cumpleaños del poeta; enciende con un mechero las velas y le pide a don Miguel que sople mientras extrae de la mochila su cámara de fotos. “Después de todo tuve suerte”, continúa don Miguel fijando sus pupilas en las tres llamitas flameantes. “Tuve grandes amigos que me ayudaron. Alberti y su mujer me incluyeron en el viaje que les sacaba de Madrid hacia Elda y gracias a ellos pude estar con mi mujer y mi hijo durante un tiempo”. Josefina y Miguel se dan la mano. “Luego me arrestaron en Orihuela y tuve la suerte de ser trasladado al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, que se encontraba junto a un hospital antituberculoso. Gracias a ello pude curarme de mi enfermedad. Después, Luis Almarcha, el vicario general de mi pueblo, que tenía grandes influencias y que luego fue obispo de León, logró que me indultaran, pese a tener ideas políticas diferentes: priorizó nuestra amistad de antaño y respetó mis ideales…” Por sorpresa, ha entrado Ramón Sijé en el huerto por los altos andamios de las flores y reprende burlonamente a su compañero esa concesión de su pensamiento al pasado. Miguel Hernández sonríe de nuevo y sopla al fin las velas de la tarta. El baile sinuoso de las llamas cesa su movimiento, como las manecillas del reloj de oro de Miguel.

FIN


  • Ucronía: Reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder.

  • Manuel Miguel, el hijo de Miguel Hernández a quien el poeta dedica sus famosas Nanas de la cebolla, murió el 23 de mayo de 1984 a los 45 años de edad en Elche, como consecuencia de una afección pulmonar. Fue enterrado junto a su padre. 3 años más tarde, el 18 de febrero moría Josefina Manresa como consecuencia de un cáncer de mama, completando el panteón familiar.

  • Efectivamente, Vicente Aleixandre regaló un reloj de oro a Miguel Hernández. El destino quiso que el único obsequio que recibió Miguel de uno de los miembros de aquella generación del 27 supusiera la captura del poeta en Portugal. Nunca recuperó el reloj. El tal Salinas, natural de Callosa de Segura, delató a Miguel Hernández poniendo en antecedentes a sus compañeros de la guardia civil sobre las ideas antifascistas del poeta.

  • Muchas personas del entorno de Miguel Hernández abandonaron a su suerte al poeta. Alberti y su esposa no contaron con él para ese viaje a Elda, que quizás hubiera servido a Miguel para eludir la represión. Luis Almarcha puso precio a las gestiones que le pidió Miguel: debía renunciar a sus ideas antifascistas y arrepentirse de sus actos anteriores. Al negarse Miguel, Luis Almarcha se olvidó de su, otrora, discípulo.

  • Entre los muchos traslados que Miguel sufrió de cárcel en cárcel, hubo uno que pudo haberle salvado la vida. Las gestiones para recabar en la prisión de Alicante, como Miguel quería, sufrieron un revés, asignándosele al poeta la prisión de San Miguel de los Reyes, en Valencia, que estaba próxima al hospital para tuberculosos de Porta-Coeli. Empeñado Hernández en su intención de llegar a Alicante, intensificó, a través de Germán Vergara Donoso, diplomático chileno, y del poeta Rodríguez Spiteri las gestiones correspondientes, consiguiendo su propósito. Más tarde, Miguel enfermaría de tuberculosis, convirtiendo el traslado al hospital de Porta-Coeli en un sueño inalcanzable. Miguel Hernández muere el 28 de marzo de 1942 a las 5.30h de la mañana.

  • Ramón Sijé (José Marín), el amigo de Miguel a quien el poeta ofreció su magnífica Elegía, nada pudo saber de todo ello. Murió el 24 de diciembre de 1935.

  • En la foto, el patio de la casa de Miguel Hernández, en la Calle de Arriba de Orihuela, donde el poeta vivía con sus padres.

3 comentarios:

Antonio del Camino dijo...

¡Qué lástima que la historia no pueda cambiarse a base de ucronías!

Hermosa recreación, no carente de sentido crítico ante cuanto rodeó la "pasión y muerte" del poeta.

Bien traído en este año Hernandiano.

Un abrazo.

Javier Angosto dijo...

Píramo, has escrito un texto hermoso y valiente en la denuncia. Pudiera parecer que la fatalidad se alió en contra de Miguel Hernández, pero si se lee la biografía del poeta escrita por José Luis Ferris, ciertamente se ve cómo los culpables tienen nombres y apellidos. Es interesante el libro de Ferris ("Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta")porque se ve quién realmente removió Roma con Santiago para conseguir la libertad de Miguel Hernández y quiénes han pretendido colgarse esa medalla: al César lo que es del César y a José María de Cossío lo que es de José María de Cossío. Él sí hizo todo lo que estuvo en su mano para intentar salvar a Miguel Hernández.

Tisbe dijo...

Ojalá este año pudiésemos ver al mismísimo Miguel Hernández soplando las velas. Bonita ucronía. Un beso.