domingo, 26 de junio de 2011

106. Roseta Mauri y el Cid

Estos días he conocido, a través del concurso de traslados, mi nuevo destino como profesor. Y es que, aunque uno ya sacó sus oposiciones hace  tiempo, todavía ejercemos el nomadismo juglaresco de la enseñanza y así, somos peregrinos de las aulas y vamos ataviados con nuestro gorro cascabelero de tres picos, si tenemos que hacer caso a toda la caterva de vividores iluminados que teorizan (nunca practican) sobre cómo hay que motivar a los alumnos, porque resulta que ya la sola curiosidad por el conocimiento ha dejado de ser motivadora por sí misma. Pues eso, que recojo mi laúd y me marcho al Instituto Roseta Mauri de Reus. Y, como casi todo en mi vida tiene algo que ver con la literatura, hete aquí que el nombre de mi nuevo centro no iba a ser la excepción.
Roseta Mauri (1849?-1923), nacida probablemente en Mallorca pero hija sentimental de Reus, fue una de las figuras más importantes que ha dado la danza de todos los tiempos. Fue primera bailarina de todos los grandes coliseos que dieron marco a este arte, desde la Escala de Milán hasta la Ópera de París. Su habilidad para la danza admiró a toda Europa por la gracia volátil, casi etérea, de sus movimientos, sin imposturas, puros en su naturalidad. Cansada del inventario canónico que imponía la danza”oficial”, Roseta Mauri retó a la ortodoxia con sus personales aportaciones y merced a ese sello consiguió éxitos clamorosos como La Korrigane.
En 1885 se estrenó en París la ópera El Cid, basada en la obra de teatro homónima de Corneille quien, a su vez, había tomado el argumento de Las mocedades del Cid, escrita a principios del siglo XVII por nuestro Guillén de Castro. El argumento es bien conocido: el altivo conde de Gormaz, padre de Jimena, ofende a don Diego, quien debido a la debilidad de su vejez, no puede restaurar mediante el duelo, la honra perdida. Lo hará en su lugar su hijo Rodrigo, el futuro Cid, que está prometido con Jimena. Cuando Rodrigo mata al conde de Gormaz, Jimena se debate entre el honor, que le impele a vengar la muerte de su padre, y el amor que siente por Rodrigo. La obra de Guillén de Castro es una verdadera joya de nuestro teatro áureo. En ella se hilvanan perfectamente, sin restos de soldaduras, los romances del ciclo cidiano, que el público de los corrales conocía sobradamente y con los que se identificaba, creando así una bonita complicidad. La versión de Corneille no está a la altura de la de Castro, quizás limitada por la regla de unidad de tiempo, que encorseta y fuerza determinados pasajes, además de perder en el camino la frescura del romancero. Y, por supuesto, aún es peor el texto del libreto operístico, compuesto por D’Ennery, Gallet y Blau y musicado por Jules Massenet. Sin embargo, la aparición de Roseta Mauri en la escena segunda del segundo acto salvó la obra. Vestida con su corpiño de terciopelo, aderezado con adornos de plata,  su falda de punta blanca con flores rojas y su sombrero cordobés coronado por una flor de granado, interpretó sobre un escenario que imitaba la Plaza Mayor de Burgos, los bailes castellano, andaluz, aragonés, catalán, madrileño y navarro, además de una alborada, introduciendo así el baile regional en el cerrado mundo de la danza clásica, acierto que tan bien se avenía con la naturaleza romancística de la obra original. La bailarina tuvo que repetir los bailes ante un público fascinado por su actuación, que combinaba la pulcritud de la danza clásica con la fuerza arrolladora del folclore español.  Cuando me detengo ante mi nuevo instituto con el nombre de la Mauri sobre la puerta, y veo los pobres barracones en los que tengo que trabajar, pienso en los humildes escenarios en los que la bailarina tuvo que actuar hasta llegar a la Ópera de París, y su modelo sosiega mi ánimo. Cruzo la puerta del escenario. Empieza la función.

domingo, 19 de junio de 2011

105. Ana María Matute no es catalana



Es 23 de marzo de 1930, Barcelona. Ana María Matute tiene 5 años y todavía es catalana. Una gran muchedumbre se agolpa junto al Apeadero de Gracia y a la salida de la propia estación, en la calle de Claris. La expectación es enorme. Cuando por fin aparece el expreso procedente de Madrid, los aplausos y vítores dirigidos a los recién llegados apagan con su clamor el chirrido del tren al detenerse. De la portezuela del vagón salen Menéndez Pidal, el doctor Marañón, Pérez de Ayala, Bergamín… Mezclados entre el gentío les recibe también el otro grupo que llegó en el primer expreso la noche anterior: Giménez Caballero, Sánchez Albornoz, Pedro Salinas, Américo Castro, Araquistain, Benjamín Jarnés, Fernando de los Ríos, Ortega y Gasset… Todos forman parte del homenaje que la ciudad de Barcelona rinde a los intelectuales castellanos en agradecimiento al apoyo que éstos otorgaron a la lengua y cultura catalanas durante la dictadura de Primo de Rivera. Varios coches les trasladan a los hoteles donde se hospedarán, el Ritz y el Colón, excepto Marañón, que condescendiendo con la multitud, acepta ir a pie, acompañado por un gran número de personas. A las 12.30h llegan al Ayuntamiento, entre el entusiasmo de las masas, reunidas en la Plaza de San Jaime, que a duras penas pueden ser contenidas por la guardia urbana; allí les recibe el alcalde conde de Güell y casi todos los concejales; les hacen pasar al Salón de Ciento y en tan solemne marco, el alcalde da su discurso: “La intelectualidad no ha revestido nunca en ninguna raza forma más elevada que la de la comprensión, la transigencia y la admiración al saber ajeno. […]Yo os digo a los representantes de la intelectualidad de toda España que Cataluña os queda agradecida, y os digo a vosotros los catalanes que me oís, que no olvidéis que la intransigencia, las imposiciones, y el imperialismo miniaturizado no son sino plantas de la decadencia española: que la verdadera España es la que hoy representan estos amigos de Cataluña que nos visitan, y por eso yo, que por mi sentir y por mi nombre soy tan catalán como el que más lo sea, que tanto quiero a España, os pido que admiréis y améis a España”.
A las 17h son invitados al concierto que el Orfeó Català ha preparado en su honor bajo la dirección de su cofundador, el maestro Millet, bisabuelo del indigno bisnieto. Cuando los intelectuales toman sus palcos, el público les recibe con una atronadora ovación.
Por la noche se celebra un banquete en el Ritz, presidido por Menéndez Pidal, que tiene sentado a su izquierda a Pompeu Fabra. Más discursos entre los brindis. El catedrático catalán, Serra Hunter, menciona la Exposición del Libro Catalán de Madrid y alaba La Gaceta Literaria, de Giménez Caballero, que da acogida a las obras escritas en catalán.
Al día siguiente, se produce una excursión a Sitges; recibe a los intelectuales el alcalde Planas y visitan el “Cau Ferrat”, donde Santiago Rusiñol les hace de cicerone. Después, el banquete en el Hotel Terramar, vuelta a Barcelona, visita a la Diputación con especial atención a la Biblioteca de Estudios Catalanes y regreso a Madrid.
27 de abril de 2011. Ana María Matute tiene 85 años y recibe el Premio Cervantes. Barcelonesa, dicen. De manera vergonzante, ninguna autoridad catalana acude al acto. Ella no se acuerda de aquel luminoso y fraternal año 30; era sólo una niña. Hoy, los gurús del catalanismo más excluyente deciden cuál es la forma “canónica” de ser y sentirse catalán, como si uno no tuviera la libertad de ser y sentirse catalán como le diera la real gana. Por ejemplo, sentirse catalán escribiendo y comunicándose en castellano. Pero no, Ana María Matute no es catalana. Aunque da lo mismo. Porque es del mundo. Y esa universalidad no la hallarán nunca quienes cifran su identidad en ese centrífugo“imperialismo miniaturizado”.


[En la foto de arriba, la muchedumbre esperando el tren de los intelectuales castellanos en el Apeadero de la Estación de Gracia; en la foto de abajo, la misma escena de acogida en las calles barcelonesas. Ambas fotos datan del 23 de marzo de 1930]


[Estoy en deuda con el escritor Antonio Tello, de quien he tomado el título de mi artículo. En compensación, remito al lector mediante este enlace a su bitácora (Cuaderno de notas de A.T.), donde se hallará tratado el mismo asunto, aunque centrado más específicamente en la espantada de las autoridades catalanas]

miércoles, 8 de junio de 2011

104. La violación de Lucrecia

El pasado 28 de mayo Píramo y yo cerramos nuestra particular temporada teatral en el Principal de Alicante. La obra elegida fue La violación de Lucrecia, un poema de juventud del genial dramaturgo y poeta inglés William Shakespeare. Al principio teníamos dudas acerca de la puesta en escena de un poema narrativo interpretado por una única actriz. Ahora bien, la calidad incuestionable de Núria Espert nos animó a comprar las entradas. Desde el minuto uno de la representación tuvimos la certeza de que no habíamos errado.
Como es sabido, La violación de Lucrecia relata el terrible momento en que Tarquino viola a Lucrecia, esposa del general romano Colatino, tras ser hospedado en su casa y colmado de buenas atenciones. El cruel violador no logra reprimir sus instintos más bajos y sucumbe a sus malos pensamientos. Lucrecia, loca de dolor y de vergüenza por lo sucedido, escribe una misiva urgente a su querido esposo y, a su llegada, le relata lo sucedido para acabar arrebatándose la vida con un puñal, tras la petición de venganza y limpieza de su honor a un Colatino que no da crédito al cruento relato que ha escuchado. A través de este terrible episodio, Shakespeare plasma literariamente el final de la monarquía romana y la llegada de la República. 
La representación comienza con la interpretación de Núria Espert de sí misma, cuando se la ve ensayar, bisbiseando los versos, el texto de la obra. Minutos después, la actriz se transforma en narradora que da cuenta de las oscuras tentaciones que corroen la mente de Tarquino y de los acontecimientos terribles que irán teniendo lugar en escena. Pero, además, Espert da voz y vida al propio Tarquino, a Lucrecia, a Colatino y a un noble romano. Todo ello con una perfecta armonía y con una delicadeza asombrosa que presentan al espectador el hecho de que una sola actriz encarne hasta cinco papeles como un proceso natural, como si Núria Espert tuviera la capacidad innata de desdoblarse en otros personajes, pasando de uno a otro con una naturalidad absoluta. Para ello no precisa de grandes vestuarios, pues ella se vale de la modulación de su propia voz y de un bello juego con diferentes telas que funcionan como indumentarias de los personajes que encarna. Lo mismo sucede con el decorado. En escena aparecen simplemente una mesita, un sillón y una cama con dosel que representa la alcoba de Lucrecia, ese lugar mancillado por un loco pecador que deshonra a la esposa fiel. Esta escasa decoración se completa con la voz de la actriz, con sus palabras, con sus pausas, con sus entonaciones, con sus gritos, con sus sollozos... pues no hay mejor decorado que una interpretación sublime. La sencillez escenográfica predomina para ensalzar la palabra, pues en ella radica el verdadero germen dramático.
Baste citar como ejemplo el magistral monólogo que pronuncia Lucrecia tras ser ultrajada en el que le pide al tiempo que se detenga y le dé "tiempo" a Tarquino para saber lo que es el dolor, la deshonra y el desprecio de sus amigos; o cuando contempla un lienzo que reproduce la guerra de Troya y se identifica con algunos de sus personajes. Son éstos dos de los momentos que erizan la piel del público pues Núria Espert crea un ambiente sobrecogedor que envuelve al respetable en una tensa atmósfera que llega a cortar la respiración.Y es que con un gusto exquisito y una sensibilidad desbordante, la actriz presenta  uno de los espectáculos que, a buen seguro, pasará a los anales de la historia del teatro. Prueba de ello son los aplausos infinitos de un público puesto en pie y absolutamente entregado que recibió al finalizar la obra, tras 80 intensos minutos sin descanso, en los que demostró la perfecta simbiosis a la que ha llegado con el poema shakesperiano. He aquí la muestra definitiva de que un buen texto unido a una magnífica intérprete es sinónimo de perfección. Una perfección que se traduce en otro gran éxito de esta sublime actriz, que vuelve a demostrar que es una auténtica "mujer de teatro". No hay mejor ni más bella definición para Núria Espert que ésta.

domingo, 5 de junio de 2011

103. "Epigrafías", de Manuel Rivera

Manuel Rivera toma asiento en el Aula de Poesía de Cambrils y observa circunspecto y tímido al auditorio allí congregado. En la mesa, sus cuatro libros de poemas, sobre los que posa las manos como si se encomendase a ellos antes de someterse a este brete de tener que darse desde la íntima víscera de sus versos. Luego, al leerlos, esas mismas manos tiemblan sujetas a las páginas. En ese procedimiento tan suyo de trazar sinapsis entre su propia vida y la vida (real o ficticia) de otros,  Manuel Rivera pudiera estar pensando, mientras lee, que su amada Poesía es a veces ese Carl Denham que obliga a la exhibición, tan grata a los que intentan medrar como mercenarios del poema, pero tan lejos del natural discreto de quien siente la poesía como una vocación. Por eso, en las solapas de su último libro, Epigrafías (Silva Editorial), ni siquiera hay una foto del autor ni un breve currículum. Trasunto de esa actitud vocacional son los poemas “Escalada” o “Ipanema”
De Epigrafías ya hemos adelantado alguno de sus rasgos más definitorios. Hay en el libro una presencia muy marcada de la veta culturalista, aunque no a la manera, algo críptica, del primer Luis Alberto de Cuenca porque, como dice en “Elección”, las palabras pueden ser “puertas a la calle o entrada al laberinto” y Rivera, sin adulterar el necesario arcano del poema, ofrece diáfanos sus versos. Las referencias culturales son, a veces, meras estampas, válidas per se; otras buscan extraer alguna reflexión de muy diversa índole pero, en cualquier caso, siempre parecen invitar al lector a completar su lectura tras el último verso. Y así, desfilan por el libro escritores como Montaigne, Gil de Biedma, Joyce, Svevo, Oscar Wilde o Antonio Machado; músicos como Pete Seeger, Xesco Boix o Jobim y Vinicius de Moraes; pintores como Miró, Giotto o Abbott; el lingüista Humboldt; religiosos como Junípero Sierra o Escrivá de Balaguer; el director de cine Pasolini; y personajes históricos mitificados tan dispares como Edmund Hillary y Tenzing Norgay,  Hildegart Rodríguez, Lucía Palladi o Martín Vázquez de Arce.
Como hemos dicho, estas alusiones culturales son un fin en sí mismas pero también un medio para la vertebración de diversos temas. Así, se percibe en el libro una nostalgia del pasado, unida al recelo que suscita el presente y el futuro, como ocurre, entre otros, en la magnífica gradación del poema “Paraíso”: “bajorrelieves de Nínive/ galerías del Británico,/petróleo de Irak”. Otras veces, esta añoranza del pasado se presenta mediante contrastes con la modernidad, como esa vía del tren que pasa junto a la masía de Miró en “Espejismo”.
Abundan en el libro reflexiones metapoéticas, que colocan la escritura como un ejercicio donde se cifra la supervivencia “porque las palabras saben de nosotros/más que nosotros mismos”. La poesía “es un alambre” por la que discurre el poeta y sólo “las palabras le sustentan” para no caer al abismo de “abajo, el descampado”. También se recupera la vieja frustración becqueriana del poeta que no alcanza en el poema la plenitud de su visión primigenia: “¿para qué esta obra,/cuando fue tan bello soñarla?”, dice Giotto en “El sueño del Arte”.
Entre la heterogénea miscelánea temática, imposible de resumir aquí, destacan también algunos poemas sociales que protestan contra los abusos de los dictadores o se apiadan de los indigentes; los existenciales, como aquel precioso donde el legendario auriga de Tarraco, Eutyches, se lamenta de haber conocido la gloria sobre una biga pero no sobre una cuadriga; o los poemas amorosos, que a veces se tiñen de erotismo como en “Goliardesca”.
Cuando Rivera acaba su lectura, sus libros sobados han quedado humedecidos por el sudor de sus manos nerviosas. Y quizás no haya mejor metáfora que esa mezcla de tinta y sal.