martes, 29 de noviembre de 2011

129. El arca de la isla

Una de las pequeñas tragedias del lector adulto es la de perder para siempre las sensaciones que los primeros libros imprimieron en nuestra cándida alma infantil. Podemos tratar de evocarlas al manosear los viejos volúmenes y observar sus portadas ajadas y descoloridas, igual que el aire parece traernos a veces esos aromas antiguos que, aspiramos con avidez (el boqueo de la eternidad inasible) y que se extinguen en un momento efímero. Pero no los abriremos más. El lector adulto, exigente y voraz, que ha educado el gusto para más altas empresas, se acercará a la gran literatura con el apremio del tiempo, que le amenaza con privarle de más momentos de belleza: es el drama atroz de poseer sólo una vida. Nuestro espíritu se embriagará entonces de la palabra sublimada pero nunca como en aquel primer albor, aquella revelación límpida y arcana de los iniciados.
Y he aquí que, cuando aquellas lecturas y su promesa de almidón se pierden en el verano azul y luminoso de todas las infancias, Miguel Aranguren nos regala El arca de la isla, con la ventaja de devolvernos la niñez sin necesidad de dejar de ser adultos y sin traicionar el celo grave, selectivo y censor de nuestro Pepito Grillo literario. Porque, para empezar, El arca de la isla es un libro bien escrito y esto es mucho decir en los tiempos que corren: existe una clara voluntad de estilo y un cuidado respetuoso por la palabra. Por otra parte, a través de sus páginas se homenajea a aquella literatura de aventuras de los Salgari, Stevenson, Dumas, Julio Verne y tantos otros que fascinaron a toda una generación de adolescentes y cuyo sedimento permanece todavía en el imaginario de todos ellos, independientemente del derrotero que hayan tomado en su posterior conformación como lectores. Así, viajaremos a innumerables lugares exóticos, constituyéndose algunos de estos viajes en una alegoría de la redención, de larga tradición literaria; nos pondremos en la piel de un adolescente desconcertado a cuyos padres han asesinado en una oscura historia sobre una herencia, y con ello nos acercaremos a la novela negra; odiaremos al malo malísimo encarnado en el militar ruso Pozdneev, en cuya base siberiana, oculta a los ojos del mundo, realiza toda una serie de atroces experimentos genéticos, voluntad premeditadamente maniquea que nunca puede ponerse en el “debe” del autor, si pensamos que el maniqueísmo está ligado al pacto de ficción que hacemos con las novelas de aventuras más genuinas; y  nos encontraremos con  monstruos sanguinarios creados por la mano del hombre, y entroncaremos así con el viejo debate sobre el hombre ejerciendo de pequeño dios (piénsese en Frankenstein).
A la novela de Aranguren se le podría aplicar aquel parlamento del bachiller Sansón Carrasco en la segunda parte del Quijote, cuando afirmaba, en referencia a la obra cervantina, que “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”. Efectivamente, en una lectura aséptica podemos buscar el mero entretenimiento. Pero si queremos ir más allá, aparece el debate ético-religioso sobre la manipulación genética y el autor, valiente, se posiciona sin tapujos (“cuando los hombres rechazamos el garante divino, nos disfrazamos de pequeños diosecillos”, declara Aranguren) o el abuso de los regímenes comunistas que, eclipsados por la ominosa sinrazón del fascismo, particularmente el hitleriano, no han sido lo bastante denunciados en su justa y exacta medida.  
La estructura del libro es también un acierto y el autor sabe medir los tiempos para cerrar los frentes que va abriendo y cuyas piezas, al principio dispersas, el lector va encajando. Al terminar el libro, descubrimos el contenido del arca de la isla: el tesoro de nuestra infancia engastado en el seguro broquel del pensamiento adulto.    

domingo, 20 de noviembre de 2011

128. Luces de Bohemia

Pocas lecturas dejan en el espíritu un poso tal de amargura y desazón como Luces de bohemia. Es la obra de Valle-Inclán una luctuosa procesión de despojos, la agonía cruel de un tiempo vencido, el de la bohemia literaria, el de los “epígonos del Parnaso Modernista”, que desfilan anacrónicos y absurdos por una España podrida, de fanales rotos y luz mortecina que no sabe soñar. Hasta el humor de la obra esboza una sonrisa que no puede ser más que una mueca al enfrentarla a los espejos del callejón del Gato.
Si una obra es clásica cuando sus temas no caducan, entonces Luces de Bohemia es un clásico. Esta afirmación que obra en pro de la eternidad de Valle es, sin embargo, preocupante si pensamos que la España de la década de los 20, la que refleja Luces de Bohemia, se parece demasiado, y no en lo mejor de aquélla, a la de nuestros días. “¡Está buena España!”, exclama Zaratustra al escuchar desde su librería los disturbios ocasionados por las huelgas proletarias y los abusos de la policía y de Acción Ciudadana. La desconfianza en la clase política aparece en las críticas a Castelar, Maura o García Prieto; y Dorio de Gádex parodia los discursos vacíos de los políticos; “un yerno más”, ironiza el mismo Dorio al referirse a los repartos de cargos públicos; Max Estrella consigue que su amigo el ministro le desvíe de los fondos del Estado un sueldo mensual, que aquel llama “fondo de los Reptiles”, justificado en los presupuestos con cualquier patraña; y las prostitutas superan la inspección de Higiene regalando habanos al inspector. La prensa está manipulada ideológicamente: el periodista Don Filiberto afirma que su profesión es la  del “plumífero parlamentario [y que] el Congreso es una gran redacción”; y el preso catalán que va a morir se pregunta qué dirá la prensa al día siguiente, a lo que Max  responde: “lo que le manden”.
No está mejor la cultura. Las ínfimas novelas de folletín se venden a docenas mientras el gran poeta Max está olvidado; el talento se infravalora: “En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero”, afirma el preso catalán. Se critica la arbitrariedad de los académicos; así Max, hablando con Rubén Darío, presenta a Don Latino como “un hombre que desprecia tu poesía, como si fuese Académico”. El mundo literario aparece como un prurito de distinción elitista, postiza y forzada, y alrededor de los literatos pululan los parásitos que buscan medrar, como don Latino de Hispalis. ¿A qué todo esto les suena? Pues han pasado 91 años desde que Luces de Bohemia apareciera publicada en la revista España.
El pasado viernes, en el Teatro Fortuny de Reus, la compañía dirigida por Oriol Broggi colocó de nuevo sobre las tablas el esperpento de Valle-Inclán, respetando escrupulosamente el texto del inmortal gallego, si acaso limando algunas partes prescindibles para cuadrar el tiempo de la obra, y con el único aditamento significativo del poema de Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, cantada por el camarero del bar Colón. Esta licencia es toda una declaración de intenciones que recuerda que la obra de Valle es, ante todo, una denuncia de la degradación española, y el arte un medio más para cambiar el mundo. Las interpretaciones resultaron aceptables la mayoría, con Lluís Soler ejerciendo magníficamente de Max Estrella y Jordi Martínez de don Latino; a éste último le faltó quizás una mayor intensidad en su vileza moral. La escenografía, muy correcta, sin cambios de decorado ni telones, teatro desnudo y con un gran tratamiento de la luz.
En este 20 de noviembre ajedrezado de urnas, ¿a quién votaría Max Estrella? “Yo me siento pueblo”, declaraba el bohemio. Pero ¿cómo se sienten los políticos?  En el umbral de su puerta, Max fallece mientras en el azul se apaga ya la última estrella.

domingo, 13 de noviembre de 2011

127. La voz dormida

Desde hace unas semanas la figura de Dulce Chacón ha revivido con fuerza gracias al estreno de la película de Benito Zambrano La voz dormida, basada en la novela homónima de la escritora extremeña. La obra se inscribe dentro de la tendencia de la recuperación de la memoria histórica que tanto auge está teniendo en los últimos tiempos. En este caso, Chacón se centra en los avatares de cuatro mujeres que están presas en la madrileña cárcel de las Ventas: Hortensia, embarazada, Elvira, Tomasa y Reme;  y en la vida de Pepita, una cordobesa que no duda en trasladarse a la capital para estar cerca de su hermana Hortensia. A través de las dos hermanas, Dulce Chacón muestra la vida durante la posguerra fuera y dentro de la prisión. Así, son motivos frecuentes el miedo, la desconfianza, el dolor, el sufrimiento, la valentía, el hambre, las coacciones…
La versión cinematográfica se centra únicamente en la historia de las hermanas: Hortensia, fuerte y valiente hasta el final,  que no reniega en ningún momento de sus ideales pese a ser condenada a muerte y Pepita, temerosa e ingenua, que ayuda a su hermana desde fuera de la cárcel siendo el lazo de unión entre ella y su esposo Felipe, un militante republicano que vive escondido en el bosque. Pepita será la tabla de salvación de su hermana y gracias a los furtivos contactos que mantiene con la resistencia, conocerá al amor de su vida aunque tendrá que esperar décadas para poder vivirlo plenamente: son las otras víctimas de la contienda.
Benito Zambrano es bastante fiel al argumento de Dulce Chacón, pero inventa  episodios violentos sobre los que se incide con excesiva morbosa complacencia y  que remarcan la maldad de los vencedores: fusilamientos en los que aparecen en primer plano los cadáveres, el maltrato al que se ve sometida Pepita en Gobernación, las palizas que reciben Paulino y Felipe cuando son apresados, etc.; momentos que en la novela no son descritos con el explícito detallismo que presentan las imágenes sino insinuados, perfilados con palabras que dejan libertad al lector para imaginar. Quizá esta visión un tanto maniquea de los buenos contra los malos sea un punto en el “debe” del director pues no hay matices grises en la película a excepción de la humanidad de Mercedes, la funcionaria de la prisión.
Otro rasgo destacable es el carácter entrañable de los personajes. En la película sobresale Pepita, encarnada por la actriz María León, que tan buenas críticas está recibiendo; sin embargo, en la novela las cuatro encarceladas gozan de esta característica. El lector es capaz de sentir empatía por esas mujeres tan distintas y tan iguales a la vez, que acaban unidas por invisibles lazos  que superan la barrera del tiempo y del espacio. Detrás de cada una hay una tragedia que Dulce Chacón noveliza a partir de hechos reales sobre los que la escritora se había documentado. Página a página vamos descubriendo las  historias de Tomasa, Reme y Elvira que en la versión cinematográfica a duras penas llegan a ser esbozadas. Se entiende que el cine debe tomarse sus licencias respecto a la novela, pero esta amputación resta intensidad a la historia y merma el sentimiento de ternura que el lector acaba sintiendo por todas las encarceladas.
En definitiva, la película es un buen homenaje a la figura de la malograda Dulce Chacón, pero se pierden en ella líneas argumentales que enriquecen la obra hasta convertirla en una versión reduccionista del universo creado por la novelista.  De nuevo, la madre literaria supera a su vástaga cinematográfica y hay que leer la novela para tener una visión más acertada de las circunstancias que la autora quería reflejar. Con la película, pero sobre todo, con su libro, conseguiremos que la voz de Dulce Chacón no vuelva a quedarse dormida entre los castaños de El Torno en los que habita.

domingo, 6 de noviembre de 2011

126. Rafael Morales Barba

Rafel Morales en Cambrils
Es el año 1968. Sobre la tapia que rodea la casa situada en la calle Velintonia, número 3 de Madrid, descuella la majestuosa copa del cedro que Vicente Aleixandre ha plantado en el jardín. Dentro, el poeta sevillano ha recibido la visita de otro poeta insigne, Rafael Morales Casas.  El hijo de éste, Rafael Morales Barba, que cuenta 10 años de edad, se queda fuera y entretiene la espera de su padre jugando con los guijarros del jardín. “Al fondo, la azulada masa de la Sierra, casi vaporosa bajo un cielo de luces increíbles”.
Embebido en sus juegos infantiles, Rafael Morales Barba no sabe todavía que la vida le ha concedido bien temprano el privilegio de vivir la literatura desde dentro, hortus conclusus aquel jardín de don Vicente, cuyo oreo perfumado no dejará ya nunca de aspirar con delectación.
Y como de esas pequeñas casualidades se forjan los grandes destinos como el de Rafael Morales Barba, el poeta atiende ahora en sus versos a las pequeñas cosas como alegorías de las grandes. Y así, en su único poemario publicado hasta la fecha (exceso de celo, complejo ante la figura paterna o, sobre todo, ingente trabajo de investigador tenaz) titulado Canciones de deriva (2006), la imagen de la medusa muerta sobre el mar, “esta medusa frágil / y cuerpo cercenado, vela / profunda de hastíos transparentes”, es trasunto de su “orfandad deshojada”. Del mismo modo que una estatuilla romana hallada por el poeta casualmente en Haro, La Rioja, y que donó a los museos, le evoca el abismo del tiempo detenido sobre la figura: “Silueta y sigilo, emoción tan sencilla / me habita en el silencio que sostengo, / y en su escueto florilegio /de vendimias de barro”. Igual ocurre en su siguiente libro en ciernes, Climas,  a cuyos versos asistimos en primicia el pasado viernes en el Aula de Poesía de Cambrils. El “Valls triste”, de Sibelius, quizás una de las obras menos pretenciosas del compositor finlandés, le sirve a Rafael Morales para rendir un homenaje a esas horas de incertidumbre funámbula; una caña de pescar le sugiere la muerte si es la Parca quien “tirando de la seda acerca el Infinito”; una escalada a una montaña (nuestro poeta es aficionado a este deporte) puede ser otro símbolo ascensional como ocurre en “Crestería”; y el tema clásico de la rosa como paradigma de la caducidad de la vida es reformulado por el poeta en el que él llama su “poema largo”, imperativo éste el de la extensión, al que no pudo sustraerse tras la declaración de su maestro Claudio Rodríguez que afirmaba que un poeta no podía preciarse de serlo si nunca ha escrito un poema largo. Redimido está, pues, don Rafael, que, sin embargo, acostumbra a escribir poemas cortos, versos que en su brevedad sugieren, apuntan y en su consistencia tangencial hieren como filo. Porque la poesía de Rafael Morales es triste y melancólica, pese a que el poeta opine que “la declaración del dolor es impúdica”. Sin embargo, no rema nuestro poeta asistido por esa corriente hipócrita que él llama “prestigio de la desolación” en poesía; es más bien una incapacidad que considera en tono de chanza “patológica”. Y nosotros nos congratulamos de esa enfermedad que ahonda en el sentimiento humano y universaliza el verso.
Especial protagonismo tiene también el mar en sus poemas, como aquellos en los que rinde homenaje al Mediterráneo y desde cuya contemplación se aglutinan las honduras más profundas.
En su poesía, Rafael Morales Barba proyecta su dolor existencial sobre la naturaleza y las pequeñas cosas que le rodean en íntima complicidad. Pero con diez años, en aquel jardín de Aleixandre, todavía no sabía que “los tantanes de lo incierto” se verterían en los guijarros con los que jugaba.