domingo, 24 de junio de 2012

162. En este país

Larra
El poeta y dramaturgo de Reus, Joaquín Bartrina (1850-1880), escribió en su día unos versos donde ponía en solfa la actitud peyorativa del ciudadano español respecto a su propio país. Aquella estrofa de tono jocoso rezaba así:

“oyendo hablar a un hombre fácil es
saber donde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra será inglés,
si os habla mal de Prusia es un francés
y si habla mal de España… es español”.

El último verso lo recogió luego Sánchez Dragó para titular un libro suyo de notable éxito en el que se ocupaba también del mismo asunto.

 Ya en 1833 escribía Larra su famoso artículo “En este país”, la socorrida muletilla que el españolito de a pie utiliza “haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general”. Algo de eso hay en La España invertebrada, de Ortega y Gasset, aunque si Larra le reprocha a su don Periquito la humillante comparación con otros países, el filósofo madrileño critica allí la muletilla “hoy no hay hombres en España”, con la que los defensores del escepticismo patrio subrayaban el esplendor de antaño en contraste con la desolación presente, alegato, por otro lado, tan en las antípodas de aquellas “siete llaves al sepulcro del Cid” de Joaquín Costa, porque detractores de España hay de todos los colores.  

En 1899 decía Emilia Pardo Bazán:

“Ni el fenómeno del indiferentismo desdeñoso hacia la patria está aquí basado sólo en el regionalismo más o menos separatista; no lo creáis: aunque sea ese síntoma uno de los más aparentes de nuestro estado general de atonía, no hay que achacarle toda la culpa ni quizás el mayor tanto de ella. Por estímulos al fin menos explicables que los del particularismo de las regiones; por egoísmos de clase o de bandería; por ambiciones, intereses y codicias personales y bastardas, se ha prescindido aquí de la patria, y arrojado por la ventana su interés y su honra. Y a veces, aun sin que medien reprobables estímulos, sólo por una especie de inercia que delata el marasmo crónico, se mira aquí la suerte de la patria con frialdad, como algo que no importa, que incumbe sólo a los gobernantes; así, merced a la versatilidad de aquellos cuyas convicciones no se basan en nada reflexivo, hemos pasado de la presunta arrogancia con que nos parapetábamos tras la leyenda, al escepticismo acorchado y burlón que no tardará en renegar hasta de lo pasado desconociendo su eficacia para elaborar lo porvenir”

El deporte nacional hoy, sigue siendo el de asumir con una mezcla de desdén irónico y autocomplacencia los defectos de nuestro país, como si con ello demostrásemos ser muy inteligentes y que juzgamos certeramente las cosas. Hemos permitido que los hispanistas más reputados sean extranjeros, y junto a sus brillantes aportaciones, también hemos dejado que se asienten los criterios sesgados que nos reducen a muñecas faralaes y a toreros, contribuyendo aún más a ese descrédito. Adoptamos la frasecita de “made in Spain” o “Spain is different” con absoluto acomplejamiento. En ningún país ocurre como aquí, donde la propia palabra “España” es un problema y nos afanamos en buscar eufemismos como “Estado” para no herir sensibilidades. Según dónde, sentirse español es poco menos que ser un fascista y sólo sacamos las banderas al balcón cuando hay Eurocopa, donde, ahí sí, somos los mejores, aunque ya ni eso desde que esos comentaristas tabernarios, acodados en la barra del tugurio de Telecinco, también lo ponen en duda. No se trata de hacer patrioterismo barato. Los “naci-onanismos” (como le oí decir a Luis Español,  biógrafo, por cierto, de Julián Juderías, el difusor del concepto de “leyenda negra española”), también ha hecho mucho daño. Pero sí se trata de recordarle, no a Merkel, sino a nosotros mismos, que en este país escribió Cervantes y pintó Picasso; que en este país nació la hermosa lengua que hablan más de 500 millones de personas; que en este país de valientes abnegados  todos supimos enseñar nuestra nuca a los asesinos y acabar con ellos; que en este país, que no se merece a sus dirigentes, ya siempre se pone el sol pero sale al día siguiente; que en este país, cada día hay un español que quiere vivir. Que quiere vivir “y a vivir empieza”.

domingo, 17 de junio de 2012

161. La poesía del vino



Durante las últimas semanas hemos podido degustar en Tarragona y Reus una muestra de lo más granado de las bodegas de nuestras comarcas. Los excelentes vinos con la Denominación de Origen Tarragona hacen buenas aquellas palabras del detective Carvalho en Los mares del sur cuando afirmaba socarronamente que “los catalanes están aprendiendo a hacer vino”. Siempre que se tercia beber un buen caldo, recuerdo inmediatamente a este detective sibarita creado por Vázquez Montalbán que, al beber una copa, se recreaba en las pausas gustativas y “se sentía ratificado, como si recuperara un rincón de patria dentro de sí mismo”. Y conviene hacerle caso más que a cualquiera de las guías vinícolas al uso.

Consejos de Carvalho
1)En primer lugar, es un sacrilegio beber vino tinto frío: “Hoy ya no se puede creer en la liturgia del vino desde que algunos gourmets se han pronunciado contra el tinto chambré y defienden el tinto frío. ¿Dónde se ha visto eso? La raza degenera. Las civilizaciones se hunden el día en que empiezan a cuestionar lo incuestionable”.
2) Jamás debe beberse en copas de cristal coloreado: “Beber el vino blanco en copas verdes es una horterada incalificable. Yo no soy partidario de la pena de muerte salvo en casos de náusea, y esa costumbre de la copa verde es un caso de náusea. ¿Cómo se le puede negar al vino el derecho a ser visto? El vino debe ser visto y olido antes de pasar a ser gustado. Necesita cristal transparente, el más transparente de los cristales. La costumbre de la copa verde la inició algún maître francés cursi, se apropió de ella la aristocracia más cursi y de ahí fue bajando hasta llegar a las vitrinas a plazos y a las cristalerías de las listas de boda de la burguesía de medio pelo”.
3) El vino, siempre con alcohol. Por eso, Carvalho, cuando asiste a un local de postín donde todos los señoritos recomiendan no probar el alcohol, “mientras con una mano se palpaban las cinturas maltrechas por masajistas con odio de clase”, se pide en la barra un whisky...con alcohol (por si acaso).

Las etiquetas
Elijo a Vázquez Montalbán para este maridaje de letras y vino como podría haber elegido a otro cualquiera. La literatura y el vino dan para una ingente cantidad de dulces ebriedades. Pero para verdadera poesía, la que se puede leer en las etiquetas de las botellas. Sorprende la abundancia de sinestesias, que constituyen un auténtico goce para los sentidos. Así, un vino puede resultar aterciopelado, sedoso o redondo; nos ofrece notas de madera, retazos de ebanistería fina, de piel o de monte bajo; nos habla del paso del tiempo; es elegante, amable y expresivo, con un larguísimo final de boca; aporta un tanino rico y nervioso; es carnoso, sensual, goloso y seductor; en el limbo de la copa o en el ocaso del borde puede presentar irisaciones de teja o de rubí; nos dibuja un aroma equilibrado a base de mina de lápiz; nos trae recuerdos de hojarasca, de fondo floral o de resina; puede ser noble o por domar; de textura compleja y lágrima densa; al respirarlo pueden aparecer notas de guindas y chocolate licoroso mezcladas con un suave fondo de cuero; o evocarnos a un quiosco de golosinas; su caída en copa es silenciosa como monje de convento; se puede criar bajo rocíos periódicos.

Brindan Juan Marsé, Eduardo Mendoza y Maruja Torres en Casa Leopoldo. Reverbera el delicado chinchín  como eco de tañido en espadañas de cristal.  Beben, y al calor del rojo líquido recorriendo el gaznate, se miran y sonríen tristemente. Todos piensan en los huecos vacíos de Terenci Moix o de Vázquez Montalbán. El vino devuelve siempre a los amigos. Mientras, Carvalho y Manuel se emborrachan de eternidad en las playas de quién sabe qué mares del Sur.


Eduardo Mendoza, Maruja Torres, Vázquez Montalbán y Juan Marsé, en casa Leopoldo

Véase también: "La poesía del té"

domingo, 10 de junio de 2012

160. ʻBlancanievesʼ

Ilustración de Benjamin Lacombe
Aunque el cine y la literatura se han nutrido desde siempre de manera recíproca, conviene recordar, arriesgando en la obviedad, que se trata de dos disciplinas artísticas diferentes y, por lo tanto, regidas por códigos creativos también distintos. El purista que se afana en desgranar cada fotograma de la película para señalar concomitancias o para castigar la deslealtad del director respecto al libro del que se parte, realiza, en realidad, una tarea banal porque la película ajusta el libro a las exigencias intrínsecas de su género y se toma unas licencias que, no solamente son legítimas, sino, en muchas ocasiones, también necesarias para que la cinta no se asfixie en el corsé del libro. Si acaso, estos análisis comparativos pueden satisfacer la curiosidad, algo “cataloguista”, del lector-espectador, pero poco más. Sí que es cierto que los cineastas debieran colocar al inicio de los créditos expresiones como “inspirada en el libro tal o cual”, o “versión de la novela X”, en lugar del habitual “basado en”, que genera la consiguiente desazón del lector entusiasta del libro; aunque, a la postre, estas sutilezas semánticas, probablemente sean también un ejercicio ocioso. Otra cosa son las biografías o las películas históricas, en las que, salvo transgresión voluntaria del cineasta, justificada artísticamente, no es tolerable que se falte a la verdad.

 Si esta flexibilidad del cine respecto al libro nos parece razonable, todavía lo es más cuando lo que se versiona es un cuento como el de Blancanieves. Cuando se dice que la película parte del cuento de los hermanos Grimm, hay que recordar que éstos sólo fijaron una de las numerosas versiones que sobre el relato había dado el folclore alemán, al igual que hicieron con el resto de cuentos, recogidos en los Kinder und Hausmärchen (Cuentos de la infancia y del hogar) y publicados entre 1812 y 1815. La prueba de que son sólo versiones es, por ejemplo, que en el “original” de los hermanos Grimm ningún príncipe besa a Blancanieves para romper el hechizo de la manzana envenenada, pasaje que nuestro imaginario acepta, en cambio, como piedra angular del relato, probablemente por el cruce con La bella durmiente. Si la película que ocupa estas semanas nuestra carteleras, transforma, pues, el cuento de Blancanieves, no está haciendo otra cosa que, al margen de permitirse las libertades propias de su género, seguir el curso natural de la tradición oral, que perpetúa en esa vida en variantes que le es congénita, la herencia secular. Se pide, eso sí, que se mantengan aspectos esenciales de esa tradición, porque el lector, el telespectador o el oyente exigen identificarse con determinados pasajes irrenunciables. Por eso, en las salas de cine que proyectan estos días Blancanieves, se oye siempre un rumor entre las butacas cuando aparecen en la pantalla los enanos. Exactamente igual que pasaba en nuestro teatro áureo cuando Lope de Vega insertaba en el parlamento de uno de sus personajes, algún romance que todo el público reconocía y que, incluso, coreaba acompañando el desarrollo de la escena.

La película gana, además, en valores añadidos. La maléfica madrastra, interpretada por una inmensa Charlize Theron, escapa del maniqueísmo del cuento al presentárnosla con un pasado tormentoso que justifica su maldad; a Kristen Stewart le viene pintiparado el papel de pureza e ingenuidad de la primera parte de la película, salpicado de cierto misticismo que vincula Belleza y Naturaleza. Por lo demás, el filme sigue el patrón de las fantasías épicas al uso: el viaje, las criaturas fantásticas y el restablecimiento del orden. Quién sabe. Tal vez dentro de varios siglos, los abuelos narren el cuento con esta Blancanieves guerrera. Y no pasará nada ni habrá que rasgarse las vestiduras. Porque nunca faltará la manzana.

Cartel de la película

domingo, 3 de junio de 2012

159. ʻLuciérnagasʼ

El pasado miércoles 30 de mayo, se inició en Tarragona el V Encuentro de Escritores por la Tierra. El acto inaugural debía contar con la presencia de Manuel Vicent y Ana María Matute. Por desgracia, la escritora barcelonesa no pudo acudir al evento por hallarse hospitalizada. Deseamos que se recupere cuanto antes.
Precisamente, los alumnos de Bachillerato matriculados este año en la rama de Letras, deben leer una de las novelas de la autora, titulada Luciérnagas, sobre la guerra civil española en Barcelona. Qué importante es para los estudiantes comprobar que la Literatura no es una disciplina cogiendo polvo en los manuales o restringida a las cuatro paredes de un aula. Qué importante saber que la novela que están leyendo pertenece a una persona que vive, que visita, incluso, la ciudad de estos estudiantes y que participa en unas jornadas en defensa del planeta que comparte con ellos.

Ecología de la paz
Luciérnagas fue finalista del Premio Nadal en 1949 pero no se publicó hasta 1955 con importantes modificaciones por parte de la censura. El título original era, precisamente, En esta tierra, aunque la ecología que defiende el libro aquí es la de la paz. Finalmente, la novela se volvió a editar en 1993 con la revisión personal de la escritora.
Lo primero que llama la atención de este libro es, justamente, la intervención de la censura. Las primeras páginas son casi un alegato de la ignominia de la extrema izquierda. El padre de Soledad, patrono de una fundición, es asesinado cruelmente por sus propios obreros; el comportamiento de las milicias es atroz; las refugiadas que se esconden en casa de la protagonista son maleducadas y causan repulsión; y casi parece un alivio la entrada de las tropas de Franco en Barcelona. Si la censura hubiera dejado el libro tal cual, casi habría servido de maniqueo aval literario a los vencedores. Sin embargo, las continuas regresiones en el tiempo de las que se vale Matute, salpicadas de un profundo análisis psicológico, sirven para conocer el origen de ese resentimiento social de los personajes y la forja de su carácter posterior, hasta el punto de que el lector llega, si no a justificar sus actos aberrantes, sí a comprenderlos. Algo de esta sensación tuvieron que ver los censores. Además, la novela, poco a poco, se va apolitizando; tanto daño hacen las monstruosidades descritas como los bombardeos de la aviación rebelde y, al final, prevalece el sinsentido de la guerra por encima de cualquier ideología.

Novela llorona
En mi opinión, el libro encalla por el empacho que produce su excesivo lirismo. La  prosa de Matute, siempre preñada de esa luminosidad tan entrañable, entra esta vez en un bucle de ripios lacrimosos verdaderamente agotador. Es una novela llorona hasta la extenuación. No es sólo que no se dosifiquen estos pasajes emotivos; es que están tan al servicio del artificio literario, que parecen impostados y no emocionan. La narración, muchas veces vertebrada a través del estilo indirecto libre, anula el alma de los personajes porque no son ellos los que hablan sino la autora y, por lo tanto, no son creíbles. Es cierto que estos largos fragmentos sentimentales, dejan preciosos destellos, sobre todo aquellos vinculados a la infancia arrebatada o a la tierna indefensión de sus protagonistas, pero el abuso acaba por no calar. Siempre he dicho que una de las mejores novelas de la guerra civil es Réquiem por un campesino español, probablemente la obra más austera que he leído jamás. Y, sin embargo, con toda su desnudez retórica, nada falta y nada sobra. Y sobrecoge mucho más que toda la retahíla sollozante de Matute en esta novela. Quizás porque las guerras no tienen nada de lírico.