domingo, 25 de noviembre de 2012

183. El azogue del espejo


Al entrar en Barcelona, don Quijote y Sancho observan extasiados el mar. Nunca antes lo habían visto y es tan inmenso… Mucho más que sus domesticadas lagunas de Ruidera, allá en Castilla. Después avanzan entre el bullicio vivificante del puerto, enclave multicolor de comerciantes, babel de lenguas, encrucijada de culturas. Don Antonio Moreno, su anfitrión, les recibe con jovial hospitalidad e inofensiva chanza, “porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero”. Al día siguiente, don Quijote pasea por las calles de la ciudad y descubre, admirado, una imprenta. La actividad editorial en Barcelona es frenética. El cosmopolitismo de la urbe se deja ver en las traducciones que allí se imprimen. Cuando días más tarde, don Quijote sea vencido por el Caballero de la Blanca Luna“en las playas de Barcino, frente al mar”, el caballero volverá triste a su casa en donde hallará, si todavía tuviera ánimos y faltase a su palabra, el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, uno de los pocos libros que el cura y el barbero han salvado de la quema.

El 23 de marzo de 1930, una gran masa de barceloneses se agolpa sobre el Apeadero de Gracia y en la calle Claris. Un tren expreso procedente de Madrid se detiene entre los vítores de la gente. Han llegado los intelectuales castellanos a los que Barcelona rinde homenaje por su apoyo a la lengua y cultura catalanas durante la dictadura de Primo de Rivera. La muchedumbre acompaña a la comitiva hasta su hotel. En el banquete del Hotel Ritz, celebrado esa misma noche, Menéndez Pidal se sienta al lado de Pompeu Fabra.

Es septiembre del año 1935 y Tarragona celebra sus fiestas patronales de Santa Tecla. Federico García Lorca, se mezcla con la colla de grallers en el Café de la Unió, de la Rambla Vella, con los que departe alegremente. Más tarde, al son de esas mismas dulzainas, l’enxaneta que ha coronado el castell, levanta su mano al cielo y desde su atalaya sonríe a los aplausos de la multitud y divisa ahí abajo una sonrisa lunar de brillantina. Es Federico, haciendo piña.

A finales de mayo de 1938, en plena guerra civil, Antonio Machado, cansado y enfermo, es acogido en la Torre Castanyer, al pie del Tibidabo. Allí, con el mar en el horizonte, relee a los clásicos catalanes (Maragall, Verdaguer, Ausias March, Ramon Llull) y se esfuerza por aprender el idioma y poder así leerlos en su lengua original. Algunas veces levanta la vista del libro y recuerda aquel lejano 1896, cuando participó en Madrid como actor en la representación de Terra Baixa, de Àngel Guimerà. Él era uno de los payeses que hacían de partiquinos y sujetaba a Manelic al final del segundo acto. ¿Cómo decía aquella Cecília de la obra? Sí, decía: “la ignorància és la font de tots els mals; el vostre fanatisme, la vostra misèria, tot és fill de la ignorància”. Colliure espera.

Un año antes de su muerte, Emili Teixidor observa emocionado en la televisión los 9 goyas que la Academia Española de Cine le otorga a Pa negre. Y es pan candeal esta jactancia española por el cine y la cultura catalanas.

Hoy las urnas son el espejo donde vamos a mirarnos. Que el azogue purulento de las palabras vertidas estos días por algunos, no distorsione nuestro reflejo. Que no nos pase como en el poema:

“Qué desconsuelo, oh Dios, y qué congoja 
despertarme mañana sin memoria
y no reconocerme en el espejo.
Y verme frente a mí como a un extraño,
anegado de dudas y de sombras”.

 Son versos de Gerard Vergés. Traducidos amorosamente por Ramón García Mateos, natural de la castellanísima Salamanca.

martes, 20 de noviembre de 2012

182. La loba




Nuria Espert es una mujer de teatro. Buena prueba de ello es que continúa de gira con su nueva aventura dramática: La loba, de Lillian Hellman. Esta pieza se presenta como una radiografía de los comerciantes americanos- los Hubbard- que, después de la Guerra de Secesión, exprimieron a sus trabajadores negros y se aprovecharon de la decadencia de la clase noble, que vio cómo estos nuevos ricos se  apoderaban de sus posesiones e, incluso, de sus ilusiones. La obsesión de los hermanos Hubbard por aumentar su riqueza les llevará a romper los lazos familiares que les unen. Sienten por el dinero una adoración tal que les conducirá a traicionarse los unos a los otros. Los Hubbard se presentan, por tanto, como modelo de la degeneración moral de esta clase social, como el germen incipiente del nacimiento del capitalismo y su feroz negación de los derechos de la clase obrera.
En esta carrera hacia la riqueza, destaca la hermana mayor, Regina Hiddens, una mujer sin escrúpulos que antepondrá su codicia y su deseo de seguir medrando en la escala social incluso al amor de su hija y a la vida de su esposo. Nada ni nadie podrán impedir que logre sus anhelos aunque para ello se condene a la más absoluta soledad. Podría verse en este personaje un gran drama, el de una mujer condenada a vivir en una pequeña ciudad con un marido al que no ama y rodeada de hermanos de los que no se puede fiar pues compiten con ella en codicia y ambición. Personalmente, considero que este personaje es bastante plano a lo largo de la obra. Desde el principio hasta el desenlace no experimenta cambio alguno, sigue siendo igual de malvada y, excepto un minúsculo atisbo de arrepentimiento cuando fallece su esposo, no hay en ella ningún dilema moral a la hora de llevar a cabo sus proyectos.
En mi opinión, el gran drama viene de la mano de los personajes secundarios como la criada, paradigma de la situación denigrante que viven las personas de color, y la cuñada de Regina, una mujer perteneciente a la nobleza arruinada que se casó con uno de los hermanos Hubbard pensando que era el amor lo que les unía, cuando el verdadero motivo eran las posesiones que tenía su familia y de las que se apoderaron los Hubbard. Es una mujer anulada por completo que se siente asfixiada en una jaula de oro, sin derecho para opinar pero con obligación de obedecer.
El elenco de actores está encabezado por Nuria Espert, quien, si se me permite la expresión, hace una interpretación algo achacosa. Recuerdo que en su anterior espectáculo, La violación de Lucrecia, su desenvoltura en las tablas fue sublime. Su actuación quedó grabada en mi alma como una de las mejores que he tenido oportunidad de presenciar. Por ello, a medida que iba avanzando la acción fui sintiendo una pequeña desazón, ¿qué le pasa a Nuria Espert?, ¿dónde está su fuerza interpretativa? En ocasiones le faltaba brío al hablar y se le notaba algo cansada al subir las escaleras. La elección de esta gran actriz como protagonista, obliga a elevar la edad del resto del reparto. Quizás este hecho reste algo de credibilidad a la acción, pues no es demasiado verosímil que una señora de una considerable edad tenga anhelos de marcharse a vivir a Chicago, cual jovencita obnubilada por el brillo de la gran ciudad. Tampoco en La violación de Lucrecia la edad del personaje estaba en consonancia con la de la intérprete, pero esto no suponía ningún impedimento para la verosimilitud porque por encima de todo relucía la brillante actuación de la actriz. Era la sublimación de la palabra en estado puro, el teatro en mayúsculas con el maravilloso texto de William Shakespeare.
No es mi intención minusvalorar el trabajo de estos actores. Sus actuaciones son correctas, por supuesto, pero me quedó ese sabor agridulce al ver a Nuria Espert, una loba con poca garra en esta ocasión. Esperemos que su aullido resurja con mucha fuerza en su próximo espectáculo y que renazca, cual Ave Fénix, esa magia interpretativa de la que hizo gala en La violación de Lucrecia, un maravilloso y ya inolvidable regalo para los amantes del teatro. 


domingo, 18 de noviembre de 2012

181. ʻO las estacionesʼ, de Antonio Tello

 
 
“El árbol desterrado es siempre exótico. 
Sólo la mitad de sus raíces arraiga 
en la tierra extraña. En la casa nueva. 
¿Será esta la raíz de su doble sombra?”

Este es uno de los poemas recogidos en el nuevo libro de Antonio Tello, O las estaciones, publicado hace apenas un mes por la editorial in-Verso. Aunque la interpretación del poema adquiere mayores matices leído en el contexto del poemario, es inevitable tomarlo como trasunto biográfico del exilio del poeta. Amenazado de muerte por la Alianza Anticomunista Argentina, Antonio Tello abandonó su país en 1975. Recaló primero en París y después en Barcelona, ciudad en la que reside actualmente y donde ha llevado a cabo la mayoría de sus obras.

Contra ese desamparo del desterrado, Antonio Tello ha hallado en el territorio de la poesía, la colonia inexpugnable donde plantar las raíces de un árbol siempre autóctono, independiente y libre de acechanzas. Esto, que pudiera parecer metáfora más o menos manida sobre la irreductible libertad de la patria de las palabras, alcanza en este último libro de Antonio Tello un verdadero sentido ontológico. A través del espacio mítico del bosque, auténtica cosmogonía poética de reverberaciones pánicas, el poeta construye un refugio cuya naturaleza cíclica, las estaciones, y su capacidad de retroalimentación, permiten la pervivencia de un ámbito en constante cambio pero esencialmente el mismo. A esta esencialidad del bosque (“traspasar la inicial de tu nombre y entrar / así en el secreto de las estaciones”), contribuye un lenguaje admirablemente depurado, limpio. El bosque es, además, el templo de los amantes. Los paralelismos entre los elementos forestales y el imaginario amoroso son constantes y tienen especial significación en la figura del árbol y en su vulnerabilidad y finitud, desprovista de la anhelada trascendencia. Así, “aunque crece hacia la luz, / el árbol sólo conoce el día /desde las lindes de su sombra”; y “el destino del árbol / no se lee en las estrellas / sino en las líneas de sus ramas”. Pero el amor redime esta finitud en la eternidad de los instantes, propiciados por la amante; por eso no importa que ésta no pueda “detener el paso de las estaciones”, porque ella es todas las estaciones.
He aquí otro de los aspectos narcotizantes del libro de Tello: el estatismo de muchas de sus imágenes, ese instante detenido que, reverentemente silencioso, triunfa del tiempo. Así, el viento desgaja las hojas del árbol, “con arrebato de fuego eleva / hasta las nubes sus vestiduras / de otoño. Y arriba las abandona. / Flotan. Quedan flotando. Las hojas. Un instante en suspenso y caen. / Caen sin prisa oxidando la nieve”. A veces, el amor se tiñe de erotismo en la figura del jaguar y en la turbadora del fauno, con la complicidad de los elementos naturales que, en unicidad de ente orgánico, participan del “gozo de la espesura”.

Este espacio, que es una brillante reformulación del hortus conclusus clásico y que deja de ser un mero marco para transformarse en una entidad activa ("...el claro / ¿es suspiro de la fronda o impronta de una estrella?"), tiene su contrapunto en los confines del bosque, aquella inquietante linde que el poeta llama enigmáticamente “más allá”, como si no quisiera nominar esa realidad tabú. Cuando ésta ingresa en el territorio sagrado del bosque, el equilibrio se deshace y triunfa el caos. Las últimas páginas del libro son  un excelente ejercicio de deconstrucción lingüística, cuya puntuación acelera el ritmo apocalíptico del desastre y en la que la expresión gráfica se suma a la imagen visual de la desintegración del paraíso. Y el fauno, en su desesperación, cae y “sigue cayendo, sigue cayendo / en el silencio / o las estaciones”.
 
 

domingo, 4 de noviembre de 2012

180. ‘Los muertos no van al cine’


Juan López-Carrillo, nacido en L'Ampolla, Tarragona
 
Dice Ramón García Mateos en su Baza de copas, que cada día está “más convencido de que el poeta Juan López-Carrillo es un ente de ficción”. Aunque concedamos esta convicción al amparo de las licencias literarias, lo cierto es que, leyendo Los muertos no van al cine, de Juan López-Carrillo, éste nos parece tan real como la vida misma, a veces, incluso, demasiado real, de una realidad que duele.  “Los muertos no van al cine” es un libro de poemas editado por Candaya en el año 2006. Durante 6 años ha estado durmiendo el sueño de los justos con algún feliz desvelo esporádico, pero ya resulta enojosa esa butaca vacía en la sala del cine de la vida literaria de estos muertos tan vivos. Que nadie se confunda. Yo no vengo ahora a descubrir aquí a López-Carrillo, quien se basta solo; no me arrogo tales potestades de gurú literario como hacen otros. Yo sólo soy un lector de Juan. Y a López-Carrillo se le conoce bien. De él llegó a decir el prestigioso editor Sergio Gaspar que la suya es la mejor poesía visual que se hace en España (léase su 69/Modelo para amar). Y otros han descrito ya sus méritos en diferentes medios de comunicación. Pero sí quiero aprovechar este repunte que su libro ha experimentado en los últimos tiempos (en la revista de la mexicana Universidad de Monterrey se recomendó recientemente su relectura junto a Lorca, Cortázar y Cervantes) para recordar a los adeptos de la novedad, que los libros, particularmente los libros de poesía, son siempre nuevos, y también para anotar su  sinuosa e impredecible vida, como la de estos muertos que ahora resucitan.

Aunque el tono de Los muertos no van al cine resulte jocoso, el lector que se adentre en sus versos no podrá evitar una media sonrisa de acíbar que no alcanzará nunca la carcajada. Porque el humor de López-Carrillo es sólo el anverso de la gran tragedia de la soledad. La cortina burlona y falsamente autocomplaciente de sus poemas, una  vez superado el reconocimiento de su inteligente y ácida comicidad, dejan de hacernos gracia cuando la miramos al trasluz. Escapando del victimismo barato que habría lacerado su amor propio, López-Carrillo encuentra en el humor el modo de decir lo que siente sin caer en el ripio ñoño que fácilmente tienta a quienes se someten a la fatalidad del desengaño amoroso y de la soledad, sentimientos cuya universalidad y larga tradición poética los hacen difícilmente individualizables y originales. El resultado de ese tamiz humorístico, deja en la superficie la sonrisa y el juego festivo, para filtrar, destilado y sincero, el verdadero pulso de su alma dolorida. Esta sinceridad que el resabio humorístico ha despojado del tópico, se acentúa por la hiriente cotidianeidad que los reviste. La poesía, que muchas veces ha debido recurrir a la abstracción y al artificio para legitimarse como tal, se ha distanciado de los hombres y de su inmediatez. Pero cuando el verso de López-Carrillo penetra por los intersticios de la más palpable realidad, la de los relojes despertadores, la de los teléfonos, la del colesterol, la de las cucarachas en el pasillo, la de todos esos objetos y experiencias rutinarias que parecen no poetizables, entonces el poema activa los resortes de nuestra realidad de una manera tan radical que sentimos las punzadas de la vida en cada lectura. Así, por ejemplo, en “Consuelo”, una llamada telefónica del banco para requerir el pago de un crédito olvidado, permite que una voz anónima salve al poeta “de la soledad y el abandono/por el precio/de unos intereses de demora”. Y esta imagen tan desoladora vale por todas las metáforas sobre la soledad que haya podido dar la “alta poesía”. Porque la alta poesía es sólo la que puede calar en el alma de los hombres. La otra es poesía muerta; y los muertos no van al cine.