sábado, 8 de junio de 2013

210. Las lágrimas de San Lorenzo


Uno de los temores que albergaba antes de leer Las lágrimas de San Lorenzo era que Julio Llamazares tratara de imitarse a sí mismo. Los que admiramos al autor leonés recibimos su nueva novela con el recuerdo puesto en La lluvia amarilla. El tono intimista y lírico que anunciaba la contraportada, unido a la necesaria brevedad de la novela, nos remitía inevitablemente a aquella joya inolvidable publicada 25 años atrás. Hasta el propio aparato promocional del libro recordaba ese brillante antecedente.

Esta referencia se puede convertir, sin embargo, en un arma de doble filo. Es un excelente reclamo editorial pero corre el riesgo de predisponer al lector y, lo que es aún peor, al propio autor, a quien seguramente habrá lastrado aquel primoroso ejercicio de novela poética, a cuyo rebufo habrá tratado de no perderle comba. Sin embargo, Las lágrimas de San Lorenzo no es, ni debe ser La lluvia amarilla ni una segunda parte de ésta. Y esto es algo que deberían entender los lectores, pero sobre, todo el propio escritor. La deuda estilística con La lluvia amarilla, no debería ser tal deuda, sino la constatación natural de ese estilo, que no pertenece a una obra concreta sino al quehacer habitual de su autor. Sin embargo, en algunos pasajes de Las lágrimas de San Lorenzo, Llamazares parece olvidar esta premisa fundamental y cae en un lirismo impostado, poco creíble, de quita y pon, que yo creo que es sólo una inseguridad del autor ante su propio listón, por paradójico e incomprensible que esto parezca. Sólo cuando Llamazares se olvida de su propio oficio como escritor y se derrama sobre las páginas de su libro con la autenticidad de quien tiene algo que decir, de quien necesita el alivio de una confesión, de quien le reclama a la literatura un asilo seguro ante los miedos y las grandes preguntas, sólo entonces, el libro alcanza sus mayores cotas y el estilo, ese estilo que encallaba por el mero hecho de ser buscado, fluye como esas estrellas ibicencas que describe: natural, elegante, hondo, precisamente cuando menos se le busca.

La novela, unida de principio a fin al género confidencial, describe las reflexiones de un profesor universitario, auspiciadas por la contemplación de la lluvia de estrellas la mágica noche ibicenca de San Lorenzo. En compañía de su hijo, de quien vive separado hace tiempo, la atmósfera casi irreal de esa noche despertará los recuerdos, abrirá los intersticios del alma y los teñirá de melancolía. El libro, que recoge las grandes preguntas y dudas del ser humano, es una tierna estampa de nuestro desamparo y finitud. El eje temático es, sobre todo, la conciencia de la fugacidad del tiempo, sobre todo en esa edad en la que uno se da cuenta de “que la vida iba en serio”, y el débil anclaje en la memoria y los recuerdos. Salpicada de referencias literarias (Catulo, Homero, Machado, Celan), la novela es, ante todo, una compañía, una voz que te susurra, que te mece lentamente en la cadencia de las palabras y, a cuyo abrigo solidario uno se siente menos solo ante el vértigo de la existencia. El libro requiere una lectura lenta, paladeada, con esa pausa de las cosas que Llamazares reivindicara en La lentitud de los bueyes y es altamente recomendable una lectura en soledad y sin ruidos para mejor escucharnos. El libro pellizca el alma pero su complicidad le otorga un tono positivo dentro de la desazón. Cuando se cierra la última página y perdemos su acostumbrada compañía, perdemos también el asidero que nos esperanzaba. Sólo entonces, en medio de la noche de un verano que nunca llega, volvemos a oír el viento golpeando las chapas metálicas de las persianas en la calle y el aullido nostálgico de algún perro solitario en la lejanía.

6 comentarios:

Hutch dijo...

Buena reseña. Yo incidiría más en el aspecto negativo de la obra que apuntas en la parte central del comentario. Ese aspecto confesional ya fue ligeramente decepcionante en "Escenas de cine mudo" y ahora me resultó bastante insufrible. El escritor, por desgracia, alcanzó la cumbre bien pronto y no ha hecho más que ir rodando cuesta abajo en su faceta novelística. Saludos.

Javier Angosto dijo...

Descubrí a Julio Llamazares cuando publicó "El río del olvido" y creo que he leído todo lo suyo. Me gustan especialmente sus libros de viajes. Pero me decepcionó mucho su novela "El cielo de Madrid" (quizá por aquello que decía Umbral de que cada escritor tiene su territorio literario). Por eso, estaba esperando a ver qué te parecían a tí, Píramo, estas "lágrimas de San Lorenzo". Así es que las prevenciones que tenía han aumentado tras leer tu crítica y el comentario de Angelus.

Javier Angosto dijo...

Pensando en la tilde de "Píramo", veo que se la he puesto también a "ti". I´m sorry.

Tisbe dijo...

A mí me ha parecido una lectura recomendable para leer de noche, acompañada por el silecio y las reflexiones que despierta la narración. Ha sido una buena compañía durante los días que duró la lectura. Buen artículo, Píramo.

Loreto Castro dijo...

Mi última adquisición literaria, muy bien recomendada por un amigo. Tendrá que esperar un poco su turno de lectura...

Píramo dijo...

ÁNGELUS, qué gran paradoja alcanzar la cumbre muy pronto y que ésta se convierta en un perjuicio para el escritor, más que una ayuda. Hay algunos casos más que comparten esa curioso estigma literario. No obstante, yo tengo la esperanza de que Julio Llamazares remonte. Y "Las lágrimas de San Lorenzo" tampoco es una malísima novela. Gracias por tu comentario.

JAVIER, quizás las prevenciones favorezcan tu lectura por iniciarla con algún prejuicio. Yo tengo curiosidad por leer el libro de Llamazares que dedica a las catedrales. Tranquilo por la ortografía: no eres sospechoso.

TISBE, estoy de acuerdo en que la compañía que confiere el libro durante los ratitos de lectura es el mayor de sus tesoros. A mí también me cautivó la complicidad del libro, su amistad, digamos.

LORETO, es un buen libro. Creo que lo disfrutarás. Pero hay que olvidarse de su precursora "La lluvia amarilla" porque si no, te defraudará.