domingo, 28 de julio de 2013

217. De los álamos el viento



 
La editorial Kalandraka nos regala uno de esos libros que han sido concebidos para el deleite sencillo de los minutos, para la confortación sosegada del espíritu en compañía de la palabra amiga y reconocible, para el reencuentro siempre igual pero siempre distinto con el verso de antaño, como el abrazo de un viejo amigo al que hace tiempo que no vemos.

De los álamos el viento recoge 21 poemas de Ramón García Mateos acompañados de las ilustraciones de Fernando Vicente. Todas las composiciones comparten el tono popular y tradicional que tan caros le han sido desde siempre al poeta salmantino. Poesía errante, hija del pueblo, que surge de no se sabe dónde, ni importa tampoco, pero que se enseñorea con renovada lozanía en los labios de quien quiera hacerla suya; poesía manoseada por el ingenio alfarero del tiempo para modelarla distinta pero con la misma arcilla; poesía que brinca en la fiesta, que adormece al niño, que recuerda lances perdidos en la memoria, que renace en los juegos infantiles, que se mezcla en los mercados, que pellizca de nostalgia, que requiebra de amores con la noble rusticidad del sentimiento sin adorno. Es la poesía, en definitiva, del penúltimo poema del libro, “¿En dónde la has aprendido?”,  poesía donde “el verso / y la canción / se desenredan / y escapan / de las manos / hacia el cielo. / Ya son coplas / tonadas / desprendidas / del pueblo / y la verdad / y el corazón”. Y así, desfilan por el libro la canción de cuna, el romance, las coplillas. El poeta recrea con soltura y gracia (la gracia inconfundible de quien también ha aprendido y cantado la herencia de sus abuelos) esta poesía de tierra labrantía, recuperando incluso, cuando hace falta, la morfología arcaizante de los vocablos, como cuando se le devuelve el género femenino a la palabra “puente”, o bien tirando del apócope castizo o adornando la plazuela de la fiesta del poema con las guirnaldas de los estribillos. Abundan también los campos semánticos de la flora castellana, con sus nombres sonoros y suaves, que enseguida nos evocan el inconfundible universo de aromas y colores rurales de nuestro poeta. Algunos de los poemas contenidos aquí se han recuperado, sobre todo, del libro Lo traigo andando, publicado en el año 2000 y cuyo título, un verso de unas sevillanas del siglo XVIII, daba buena cuenta entonces de la veta popularizante de aquella obra, como lo hace también ahora.

Los poemas de De los álamos el viento no son, como he leído en algún sitio, poesía para niños. No puedo estar de acuerdo. Es verdad que el complemento inestimable de las ilustraciones (que son auténticas glosas pictóricas de los poemas, evocadoras y sugestivas), y ciertas características de la poesía popular, como algunos de sus temas o el ritmo ágil del metro corto, pueden acercar los poemas a un público infantil. Pero es conveniente no confundir la simplicidad intrínseca de la poesía tradicional, que en su fresca sencillez halla precisamente su mayor encanto, con la poesía infantil, aunque ésta se nutra muchas veces de aquélla y viceversa. En el poema “Corre que te pilla”, la imagen de la carretilla, empujada en los juegos infantiles pero pronto carretilla del carbonero, del repartidor, del albañil o del basurero, es una reformulación amarga del carpe diem. Por eso se le insta al niño a que corra “ahora” con la carretilla. Igualmente desazonadora es la estampa de “Ausencia”, sobre la soledad de los viejos pueblos deshabitados, donde “nadie queda ya / entre los adobes”. Precioso es el guiño a las Soledades de Góngora en “En campo de zafiros”; y la hondura casi metafísica de “Si la nieve resbala”  pide un metro elegíaco. O quizás sea yo quien está equivocado y la poesía sea siempre juguete y caramelo para el niño y certeza de acíbar para el hombre.

sábado, 20 de julio de 2013

216. Miquiño mío





Ya hablamos en su día, a propósito de la publicación de los poemas inéditos de Pedro Salinas, del dilema moral que se plantea a la hora de sacar a la luz aquellas obras que, por una u otra razón, el autor no quiso publicar en vida. Si en aquella ocasión, logramos esgrimir argumentos en uno y otro sentido hasta llegar a una suerte de conclusión conciliadora, parece más difícil, a priori, legitimar ahora la publicación de una correspondencia privada que, para mayor escrúpulo, sus protagonistas trataron de ocultar con esforzado celo. No en vano, para este Miquiño mío, que recoge las cartas amorosas de Emilia Pardo Bazán a Benito Pérez Galdós, los investigadores encargados de la edición afirman en el prólogo haber sentido una especie de incómoda profanación. No obstante, dicho prólogo, a cargo de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, está escrito con un grado tal de delicadeza, de respeto y de profunda admiración hacia ambos escritores, que la sombra de la morbosa complacencia en las intimidades ajenas, queda totalmente disipada.
Las 92 cartas de Pardo Bazán (de las de Galdós sólo se conserva una) tienen un interés que va más allá de la dimensión “rosa” que quiere atribuírseles. Gracias a ellas, conocemos de manera mucho más sincera las ideas literarias de la escritora gallega que, de otra forma, tamizadas por el academicismo de lo público, no habrían alcanzado la cómoda y doméstica transparencia que otorga la privacidad. Así, las lecturas de las novelas de Galdós que el escritor canario le envía puntualmente y las opiniones que a ella le suscitan, dan cuenta del ideario estético de Pardo Bazán, como cuando a propósito de El doctor Centeno, la escritora reivindica, contra el gusto popular, la literatura reposada, sin necesidad de los lances argumentales que el público demanda; o cuando rechaza las digresiones prescindibles como aquella monografía del mantón de Manila que aparece en Fortunata y Jacinta, tan enojosa, ciertamente, para los que hemos leído la excelente obra de Galdós. Las cartas son también testimonio del espíritu polemista de la escritora, sobre todo en relación a sus artículos feministas, y también de los rencores y envidias del mundillo literario como su animadversión hacia Clarín o hacia Palacio Valdés (“intrigas de Palacio”, dice irónicamente la autora de Los pazos de Ulloa). También se alude a la candidatura frustrada de Galdós a la Academia y a otros asuntos y proyectos literarios que tienen el encanto de hacernos asistir a la gestación de sus novelas o a problemas de índole más práctica como las dificultades editoriales.
Respecto al affaire amoroso, las cartas son sencillamente una delicia. La personalidad arrolladora, inteligente y vitalista de Pardo Bazán enseguida nos cautiva. Son divertidísimas las alusiones a su corpulencia, en contraste con el físico enclenque de Galdós, como cuando dice que en la siguiente cita lo aplastará y le morderá los carrillos. También es curioso el sistema epistolar donde alternan las cartas privadas y las cartas “oficiales” y públicas para guardar las apariencias y evitar las hablillas; los  encuentros furtivos en espacios de Madrid que nombran en clave o los supuestamente encontradizos, organizados por ella con obsesiva meticulosidad;  la infidelidad de Pardo Bazán en Barcelona que tanto daño hizo a Galdós y el efusivo arrepentimiento de ella; los apelativos cariñosos, casi maternales, como “miquiño del alma” o “ratoncito”; entre líneas, el  pálpito vivísimo de aquel Madrid de calesas o del París de la Exposición; y, finalmente, el triste languidecer de la relación, tan implícito en el tono ya tibio de las últimas cartas, tras la inexplicable prolongación de la estadía de Galdós en Santander. Vidas que fueron y que siguen siendo asidas a una caligrafía sobre un papel.


sábado, 13 de julio de 2013

215. El insomne alfa





En la habitación del insomne “alfa” una luz tras la persiana medio abierta cuartea la compacta oscuridad del bloque de edificios. Siempre es la misma ventana, cada noche. Desde la atalaya de mi alféizar otros pisos de otros insomnes reclaman también mi atención aunque no del mismo modo. Son insomnes previsibles: un bulto apoltronado en un sillón empina la misma botella de todas las noches mientras las ráfagas intermitentes de un televisor que ni siquiera mira, iluminan su silueta panzuda y descamisada; en el otro edificio una mujer aparentemente joven se acerca a su teléfono, y como cada noche, posa su mano sobre el auricular en ademán de descolgar, titubea, descuelga, marca unos números que alguna vez completa y cuelga rápidamente antes de desmoronarse sobre el aparato; mientras, el vecino de la esquina, una noche más, inclina su cabeza repetidas veces sobre un espejo que ha colocado sobre la mesa; al rato, tumbado, se le ve mover los brazos rítmicamente y, tras un espasmo que le deja rígido durante unos segundos,  eyacula su soledad sobre la moqueta y se duerme. A esa hora, el insomne a quien están a punto de desahuciar merodea su balcón mientras apura el enésimo cigarrillo; luego, como todas las noches, lanza la colilla a la calle y se queda muy quieto observando su caída fijamente, con atención obsesiva, hasta que la colilla toca el asfalto.
Pero el insomne “alfa” es diferente. Nunca le he visto el rostro. Lo que le convierte en un insomne peculiar es que, cada minuto y medio, aproximadamente, y durante gran parte de la madrugada, salen arrojadas desde su ventana unas bolas de papel arrugadas. Por la mañana, la acera amanece cubierta de estas bolas de papel que el barrendero de mi barrio, ya algo picado con la situación, se afana en recoger en su capazo con la demás basura, no sin antes echar una mirada rencorosa a los balcones de arriba. Vencido por la curiosidad, una noche decidí acercarme a la acera del insomne “alfa” cuando éste ya había apagado la luz de su habitación y antes de que llegase el barrendero. Llevé conmigo una bolsa mediana para hacer acopio de los deshechos y poder examinarlos con calma en mi casa. Al regresar y restaurar los papeles a su estado original, descubrí que las bolas pertenecían a las páginas de un libro. Todas eran del mismo libro porque pude ordenarlas según los números de página y el relato, efectivamente, tenía sentido.
A los dos días de esto, hallaron  al insomne de los cigarros, descoyuntado sobre la acera. Entre los curiosos que se acercaron a observar el levantamiento del cadáver, estaban mis otros vecinos insomnes: el hombre grueso apestando a vino; la mujer del teléfono, con los ojos hinchados; el vecino de la esquina con la mirada turbia; y un chico joven muy delgado, sin cabello, sentado en una silla de ruedas, que sujetaba en el regazo un libro de Dostoyevski excesivamente menguado para ser de Dostoyevski. Imaginé su biblioteca repleta de libros alineados en los anaqueles únicamente con sus cubiertas. Y pensé que todos mis vecinos insomnes son algo parecido a eso: sólo las portadas de un libro que jamás quisieron escribir y cuyo contenido arrojarían de buena gana por la ventana, como hace el insomne  “alfa” cada noche.
Esta noche mis insomnes han cambiado sus hábitos. Las luces tras sus ventanas siguen encendidas pero hoy han querido darse la oportunidad de asirse a otras vidas. No hay televisor, ni teléfono, ni espejos de azogues blancos. Todos esta noche leen. En mi mesita también espera un libro. Acomodado en el cobijo muelle de mi almohada, las hojas del libro crepitan bajo mis dedos cuando las vuelvo. Entre el silencio sofocante de esta noche de verano, los grillos cesan su canto cada minuto y medio, coincidiendo con el sonido leve de unas bolas de papel arrugadas al caer. Yo sonrío con melancolía. Y se me antoja que en ese sonido, como de nieve antigua que cae, resiste el pálpito de la vida sus miserias agarrado al sagrado acto de quien sostiene entre sus manos un libro amigo.

domingo, 7 de julio de 2013

214. Escribir un libro


 
 
De todos es conocido aquel dicho que nos recuerda las tres cosas que debemos hacer antes de morir: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La sentencia, atribuida por algunos al poeta cubano José Martí, entronca en realidad con la tradición islámica y, aunque trivializada como simple aforismo, su significado es de más hondo calado. Plantar un árbol está relacionado con la caridad: se planta un árbol para que su sombra pueda guarecer a otros y para que su fruto sirva de provecho a los demás; los hijos cuidan de nosotros en la vejez y nos perpetúan; finalmente, el libro es nuestra contribución al conocimiento. A priori, los dos primeros objetivos son los más asequibles. Escribir un libro, en cambio, debería de antojarse algo más complicado. Pero no parece ser así.
 
Y es que hoy todo dios escribe libros, desde el literato más exquisito hasta el famosillo de medio pelo que firma “libros” en las ferias y centros comerciales. A Almudena Grandes esto le molesta y ha escrito en su columna de El País Semanal, un artículo titulado “Elogio de la literatura” que ha ofendido a la Campos y a la Milá. En realidad, la polémica responde al fenómeno del intrusismo profesional. Un garrulo de cualquier programa inmundo puede, de repente, hacer de periodista o de ¡contertulio! (jamás esta palabra se había degradado tanto); los futbolistas hacen de modelos en los anuncios; los ramoncines de políticos visionarios; los toreros de cantantes; y ahora cualquiera puede publicar “su libro”. Recuerdo uno de los programas de Las noches blancas, presentado por Sánchez Dragó, que el escritor utilizó para promocionar su último libro, diseñando incluso él mismo las preguntas que debían hacérsele (me parece que lo entrevistó su hija Ayanta). Aquello parecía un acto intolerable de vanidad pero Sánchez Dragó se adelantó a la perplejidad del televidente diciendo que era conveniente recordar que él no es presentador de televisión sino escritor. Más allá de la travesura televisiva, lo cierto es que no le faltaba razón.

Para mí, el problema no estriba tanto en que se escriban libros, sino en la utilización de la propia palabra “libro”. El vocablo “libro”, más allá de su existencia física como producto manufacturado y consumible, sigue estando revestido de una venerabilidad que hace difícil aceptar que cosas como las que escribe Mercedes Milá, sean dignas de llamarse propiamente “libros”. Creo que todo se solucionaría si, en lugar de emplear el término “libro”, se acudiera humildemente al género.  Bastaría con que se dijera que Fulanito presentará sus memorias; o que Menganita firmará ejemplares de la recopilación de anécdotas de su programa de televisión; o que Zutano ha escrito unos consejos para mejorar el talento. Pero, por favor, no enarbolen la palabra “libro” con esa autocomplacencia del ignorante. Todos pueden escribir versos pero eso no convierte a cualquiera en poeta.

Se le reprochaba a Almudena Grandes, que gracias al dinero que recaudan las editoriales al vender las obras que ella despreciaba, se podían también publicar los libros de los grandes escritores. No sé qué hay de cierto en ello pero lo que sí sé es que sería deseable que el fenómeno fuera precisamente su reverso, es decir, que la venta de los grandes libros, de la literatura de verdad, fuera la que permitiera que se colaran en el mercado editorial esas otras obras menores, algunas de las cuales sonrojan al buen gusto desde el mismo título. Y si la triste realidad es que tiene más tirón algo titulado Lo que me sale del bolo que las novelas en las que “los autores se dejan la vida en lo que escriben”, entonces mejor no plantemos árboles ni tengamos hijos. Porque la escuálida fronda que les ofreceremos, no podrá guarecerles de tanta ignorancia.