domingo, 11 de agosto de 2013

218. Luz de agosto


 
 
Entre los escritores de primera fila es difícil no hallar alguno que no tenga entre sus preferencias lectoras alguna novela de William Faulkner. Es curioso comprobar cómo, cuando estos escritores son preguntados acerca de sus intereses literarios o sobre las influencias estéticas que creen haber recibido, el nombre del novelista norteamericano sale siempre a la palestra. Por algo será. Ahora se me viene a las mientes, por ejemplo, el entusiasmo con el que Ana María Matute se refería a las lecturas clave de su vida, en concreto a Luz de agosto, de Faulkner. Entonces ella utilizó el término “deslumbramiento”, casi como una extensión lógica del propio título. “Deslumbramiento”. Quizás cuando todos los intentos academicistas por analizar una novela se quedan cortos; cuando el crítico literario se empequeñece ante la magnitud de un libro que desborda su juicio; cuando un escritor alcanza con su obra esa plenitud artística que lo hace inclasificable y lo eleva por encima de taxonomías y tecnicismos y opiniones, entonces, efectivamente, quizás la palabra “deslumbramiento” se baste a sí sola.

El lector que se acerque a Luz de agosto sentirá desde las primeras páginas que está leyendo otra cosa, algo que está en otro nivel. Los personajes de la novela son inolvidables: la cándida pero firme Lena, que busca embarazada al padre huido de su futuro hijo; Joe Christmas, cuya vida es en sí misma también una búsqueda, la de su propia raza; el reverendo Hightower, defenestrado por la Iglesia por su poco ortodoxa oratoria desde el púlpito y por su oscura vida conyugal, y que desde su retiro constituirá el punto de encuentro de ambas historias; Byron Bunch, arrastrado por una insuperable inercia, entre lo moral, lo vital y lo místico, a auxiliar a Lena; el disoluto y rastrero Brown, padre del hijo de Lena y traidor a su amigo Christmas; y tantos otros.

Faulkner se detiene en la construcción de sus personajes con tal profundidad (y a veces con gran complejidad psicológica) que éstos adquieren una fuerza, una corporeidad casi real, tan alejada del tipismo maniqueo o de esos esbozos deshilachados que caracterizan muchas novelas de nuestro tiempo, más atentas al vértigo de la acción que a la reposada introspección del alma de sus protagonistas. Incluso aquellos personajes a los que se les reserva una categoría alegórica desde el mismo nombre, como al propio Joe Christmas, cuya muerte simbólica, como la de Jesucristo, busca la redención de los hombres y la esperanza de la luz (la luz de agosto) en el hijo de Lena, es una figura con una humanidad perfectamente perfilada, en parte gracias al monólogo interior. Christmas es, sin duda, el personaje más interesante. El origen ambiguo de su sangre le convierte en un automarginado, blanco entre negros y negro entre blancos en una búsqueda sin solución de continuidad.

La técnica narrativa, aunque quizás sea la más lineal de todas las novelas de Faulkner, abunda todavía en las continuas retrospecciones y en la dilación magistralmente dosificada de la resolución del puzzle argumental.

La novela es una denuncia de la intolerancia social y del puritanismo, en parte gestadores de criaturas como Christmas y, a la vez, los verdugos que buscan en el sacrificio catártico el chivo expiatorio que oculte, en el nombre de una justicia arbitraria, su propia podredumbre. Otros temas desfilan por sus páginas, como la Guerra de Secesión americana, la fractura social entre esclavistas y abolicionistas y toda una alegoría de raigambre bíblica perfectamente identificable para el lector avezado. Una lectura deslumbrante como el sol de este mes de agosto que ya quiere coquetear con septiembre pero que volverá, luciente y esplendoroso como vuelven siempre los clásicos literarios.  

2 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Casualmente estos días he estado leyendo "¡Absalón, Absalón!" y coincido con tus juicios sobre Faulkner.
En cierta ocasión se reunieron para cenar Clinton y García Márquez y Carlos Fuentes (entre otros escritores latinoamericanos). Pues bien, parece ser que hablaron largo y tendido de Cervantes y de Faulkner. Lo leí hace mucho tiempo, pero creo recordar que García Márquez le recitó de memoria a Clinton algunos pasajes de Faulkner. ¿Te suena la anécdota? Yo es que la tengo un tanto olvidada y puede ser que no la esté contando bien.
Y por cierto, me acordé de vosotros, Píramo y Tisbe, porque Faulkner confunde en la novela a Píramo con Príamo (al menos, en la traducción de la edición de Alianza, no sé si en el original es así).

María del Pilar Moreno dijo...

Válida la elección de la novela; vaya como homenaje y posibilidad de lectura de este grande de la Literatura!