lunes, 23 de septiembre de 2013

222. Prologuistas



"Quisiera yo, si fuera posible (lector amabilísimo) excusarme de escribir este prólogo..."
(Prólogo a las Novelas ejemplares, de Cervantes)
 
Nunca me he hallado ante el brete de tener que prologar un libro ajeno. Para ello debería yo contar con una autoridad literaria de la que no gozo. Sobre todo el escritor novel suele buscar un prologuista de cierto renombre para otorgarle a su libro un valor añadido. Así, si en las librerías vemos una novela cuyo autor nos resulta desconocido, quizás pasemos de largo el anaquel. Pero si la obra en cuestión incluye el prólogo de algún prócer de las letras, entonces, a los ojos del lector, el autor desconocido cobra de repente un interés que no tenía. Creemos erróneamente que si una personalidad prestigiosa prologa el libro de Fulanito es porque Fulanito debe de merecer la pena. Las editoriales, además, se encargan de dejar bien patente el padrinazgo de la obra y, muchas veces, la tipografía del título y su autor y la utilizada para informar sobre el reputado prologuista, suelen disputarse la portada casi a partes iguales.

Cervantes, en el famoso prólogo a su Quijote se quejaba irónicamente de la pedantería de los prólogos al uso, en cuya ostentación de citas, latinajos y referencias cultas, se cifraba el magisterio literario del autor, aunque éste no hubiera leído a ninguno de los literatos que mencionaba. Hoy en día, no importa tanto lo que diga el prólogo como el nombre de quien lo escribe, lo cual no deja de ser signo de los tiempos. Digo esto porque he leído prólogos de escritores supuestamente relevantes tan malos, como las obras a las que anteceden y, para eso, prefiero la hipocresía que censuraba Cervantes que, al menos, tiene el descargo del disimulo.

Esto me lleva a la cuestión del embarazo que supone para un escritor importante prologar un libro malo por expresa petición de su autor. Es de todos conocida la benevolencia con que el prologuista suele redactar su prefacio. De hecho, la etimología griega de la palabra “prólogo” nos explica que ésta procede del prefijo “pro” (antes) y del nombre “logos” (palabra), es decir, antes de la palabra, antes del texto. Pero el prefijo “pro” también significa “en favor de”. Entran aquí elementos como el amiguismo o el deseo de no perjudicar al prologado. Este favoritismo es algo que se le ha reprochado, por ejemplo, a Rubén Darío. Por otro lado, negarse a prologar el libro es tanto como decirle al autor el poco aprecio que se observa hacia su obra. Eso ya va con el cargo de conciencia y los escrúpulos de cada cual. El prologuista compromete su reputación si escribe un prólogo laudatorio a una obra que no lo merece. Es lo mismo que le ocurre al crítico literario cuando, apremiado por algún compromiso del que no puede desasirse por determinada razón imperativa, algunas veces relacionada incluso con su propio puesto de trabajo, debe reseñar positivamente un libro de escasa calidad, poniendo así en juego su credibilidad y honestidad. Sabemos que los poemas por encargo de Quevedo son lo peor de su producción poética. Lo deseable, desde luego, es conciliar el prólogo con la sinceridad. Y cuando el parecer del prologuista coincide en el tono laudatorio con la verdad literaria de la obra que se reseña, entonces, como oí decir una vez al gran filólogo Prieto de Paula, la labor del prologuista es el mayor de los placeres, limpia, entusiasta, cariñosa y sin ápice de intrigas e intereses.

El prólogo es, como afirma Stanislaw Lem en Un valor imaginario, “un género esclavo de la obra a la que vive encadenado y reclama para él su liberación y títulos de nobleza”. Esta aspiración ha sido satisfecha en no pocas ocasiones: hay libros que merecen la pena básicamente por su excelente prólogo. Jorge Luis Borges, por ejemplo, consiguió elevar el prólogo a categoría de género independiente cuando publicó su recopilación de prólogos titulada Biblioteca personal. De todos modos, el mejor prólogo posible es el del propio autor del libro. Ese prólogo mental que es el examen de conciencia de quien debe preguntarse si su obra merece siquiera la letra de molde antes de comprometer al sufrido prologuista.

lunes, 9 de septiembre de 2013

221. Charnegos literarios


 
El diccionario de la RAE define “charnego” como el vocablo despectivo que designa al “inmigrante de una región española de habla no catalana”. Por su parte, el diccionario del Institut d’Estudis Catalans, también mantiene el cariz despreciativo del término como el “inmigrante castellanoparlante residente en Cataluña”. En ambos casos, se hace hincapié en el aspecto lingüístico. Sin embargo, esta palabra no siempre redujo su significado al tema idiomático sino más bien a los grupos sociales de inmigrantes sin otra característica más que su falta de adaptación o su comportamiento incívico. Algo antes, incluso, se aplicó el término a los hijos de una persona catalana y otra no catalana, especialmente francesa que, de hecho, es la primera acepción que recoge el diccionario catalán de marras. Según el gran etimologista Joan Coromines, la palabra procede de “lucharniego”, perro adiestrado para cazar de noche. Hay quien apunta a la falta de pedigrí de estos animales para explicar el uso de “charnego” aplicado a los catalanes que no son de pura cepa.

La figura del charnego en el ámbito literario no ha tenido mejor suerte que en los diccionarios. Terenci Moix, en su novela El día que murió Marilyn, pone en boca de uno de sus personajes, Amèlia, el siguiente comentario: “Antes de la guerra, Bruno, nuestra calle no era tan chabacana como ahora, con lo sucia que se ha vuelto, llena de xarnegos, mujeres de mala vida y tabernas de borrachos”. Y más adelante: “la purria subiría por el Distrito Quinto, mientras nosotros escapábamos hacia los barrios más elegantes, hacia una Barcelona residencial, recién construida, en la parte alta, donde los “xarnegos” tenían mucho dinero, estaban bien alimentados, no soltaban tacos y se les podía tratar. Pero, ¿quién iba a pensar que al dejar nosotros la calle la invadiría aquella gentuza grasienta, llena de piojos y sin pizca de modales?”

Por su parte, Juan Marsé, en Últimas tardes con Teresa, crea el inolvidable personaje de Manolo, el Pijoaparte, un rudo charnego murciano, medio analfabeto, que trata de medrar.

Soy admirador de Terenci Moix y de Juan Marsé. Del primero me deslumbró la maravillosa No digas que fue un sueño y de Marsé lo he leído prácticamente todo. Probablemente ambos trataron en sus novelas de reflejar una realidad social que, efectivamente existió. Y quiero pensar también que ninguno de los dos creyera que todos los inmigrantes del resto de España que acabaron en Cataluña fueran como los describe la tal Amèlia. Más bien al contrario, creo que ambos escritores pretendían censurar a una parte de la burguesía catalana que, como en el caso de Teresa, jugaba al marxismo, a la revolución y a la justicia social, eso sí, desde sus palacetes de Sant Gervasi. Pero sí me habría gustado que en sus novelas también hubiera aparecido la otra cara del inmigrante. La de aquellos que también levantaron Cataluña con esfuerzo, respeto, civismo y humildad; la de aquellos que se desvivieron por darles una formación y un futuro a sus hijos; la de estos hijos que ahora son ciudadanos catalanes (o eso creían) y que, por el daño de otros, han tenido que conformarse con una patria chica en las lindes de su barrio de periferia, ni catalanes ni andaluces ni extremeños, ni nada. Falta la novela que dignifique al charnego, empezando por la eliminación de este término denigrante y peyorativo, por mucho que se lo aplique a sí mismo Carod Rovira (de padre aragonés) para ganarle adeptos a su causa.  Y esta novela tiene que escribirla un catalán castellanoparlante, aunque a algunos les cueste aceptar que ambos conceptos son perfectamente compatibles. Y esta novela llegará. Y será himno.

 A mis padres, mi única patria.

domingo, 1 de septiembre de 2013

220. El guardián invisible



Si el lector busca una novela sin más pretensiones que la de entretenerse quizás El guardián invisible, de Dolores Redondo, pueda resultar una opción satisfactoria. Quien siga de manera más o menos regular mis reseñas literarias conocerá el desapego que siento hacia la literatura que reduce su razón de ser a lo meramente lúdico. Como artefacto artístico (valga la redundancia), a la novela hay que pedirle algo más. No volveré sobre ello porque creo haber dedicado algún artículo a tales reflexiones. Sin embargo, tampoco soy partidario de esa posición elitista que niega a la novela el oficio de hacer pasar al lector un rato distendido y más bien plano. Para filosofar ya están los ensayos y para las expansiones líricas ya está la poesía, aunque es deseable que la novela se sazone también con una pizca de lo uno y de lo otro.

Pero no perdamos el hilo de nuestra reseña. Decíamos que El guardián invisible es una novela entretenida. Pues sí, lo es, aunque para ello tenga que someterse a los clichés  del género policiaco más convencional, a saber: asesino en serie que mata a sus víctimas siguiendo un mismo ritual de corte pagano; inspectora de policía atormentada por su pasado; resolución del caso mediante algunos meandros argumentales que juegan al despiste; y catarsis existencial de la inspectora. Pese a esta caída en el tópico, la novela cuenta con algunos aciertos literarios. Entre ellos destaca la sutil frontera que la escritora establece entre lógica y fantasía. La hipótesis del basajaun (criatura de los bosques en la mitología vasca), como posible artífice de las matanzas, transita como una sombra por toda la novela pese al descreimiento del lector, que enseguida descarta esa posibilidad. Y, no obstante, esta presencia permanece latente todo el tiempo. En otros capítulos se producen también encuentros paranormales adornados de cierta vaguedad que nunca son resueltos por la razón y que se dejan así, en ese espacio incierto, como si la escritora deseara implícitamente conferirles legitimidad, la legitimidad de la tradición oral de Elizondo. En el haber de la novela también se halla la precisión con que se describe el lenguaje no verbal de los personajes, cuestión que suele descuidarse bastante en las novelas y que a mí me parece una interesantísima aportación a la construcción de los diálogos, que quedan así completados en todos sus matices. Es algo que también he observado, por ejemplo, en Lorenzo Silva.

Respecto a los aspectos mejorables de la novela, hay que mencionar que algunas conclusiones de la inspectora Salazar en el proceso de la investigación resultan gratuitas y rebatibles; también peca el libro de un excesivo didactismo, algo impostado, sobre todo cuando se explican algunos pormenores técnicos relacionados con autopsias o en la descripción histórica de Elizondo, más propia de una guía turística. La caracterización de los personajes es bastante plana. De casi todos, incluso de los secundarios, se dedican capítulos enteros a trazar pequeñas estampas sobre su personalidad, como si se pretendiera con ello colocar sobre el tapete a todos los posibles candidatos a asesinos para que así el lector pueda hacerse su propia composición de lugar. Visto luego el transcurso argumental, esta muestra de naipes resulta ineficaz. Otros personajes resultan algo maniqueos, lo que amenaza peligrosamente con evidenciar con demasiada anticipación al posible asesino, aunque luego la escritora soluciona este handicap con un habilidoso arreglo.  El personaje más trabajado es la propia inspectora Salazar pero su amarga historia familiar resulta por momentos un melodrama de mala telenovela, sonrojante en algunos diálogos.

Los derechos del libro han sido comprados por los productores de Milenium para una próxima adaptación cinematográfica. Cine comercial para un libro comercial. Comercial para lo bueno y comercial también para lo malo.