lunes, 20 de enero de 2014

236. La dama duende



Vaya por delante mi máximo respeto a Miguel Narros, director teatral cuya trayectoria profesional es impecable y está avalada por  importantísimos reconocimientos –como el Premio Nacional de Teatro- que lo han consagrado como uno de los grandes nombres de la escena española.
Como es sabido, Miguel Narros falleció el pasado mes de junio mas tuvo fuerzas para dirigir una nueva versión de La dama duende, obra archiconocida de Calderón de la Barca que ya en los años 50 había llevado a escena. Esta reactualización de la comedia se estrenó en el Festival de Alcalá días antes de su triste desaparición. Tras permanecer en cartel en el Teatro Español –del que Narros fue director en dos ocasiones-, ha comenzado la gira por diferentes puntos de nuestro país.
Esta comedia de capa y espada nos presenta la historia de doña Ángela, una joven viuda que vive bajo la celosa protección de sus hermanos, don Luis y don Juan. Don Manuel Enríquez, capitán del ejército de su majestad, llega a Madrid para solucionar unos asuntos y se hospeda en casa de su amigo don Juan. Antes, ayuda a una misteriosa joven -doña Ángela- que solicita su ayuda al ser perseguida por un caballero que resultó ser don Luis. Don Juan de Toledo, para evitar que el capitán supiera de la existencia de su hermana, la esconde y evita que su alcoba tenga acceso al resto de la casa. Pero tras una alacena que hay en sus aposentos se esconde un pasadizo secreto que conecta su cuarto con el de don Manuel. He aquí el enredo. Doña Ángela y su criada aparecerán y desaparecerán de la alcoba del invitado sin que éste ni su criado Cosme entiendan qué está ocurriendo, quién es ese misterioso duende que deja cartas y revuelve sus objetos personales. A través de esta disparatada situación, Calderón critica las supersticiones de la época –encarnadas en el criado Cosme- y, principalmente, nos plantea la necesidad de las damas de vivir su propia vida, de ser libres y de romper los lazos que las ataban a estrictas normas de comportamiento que encorsetaban su capacidad de decisión.
 La combinación de un buen director y de  un texto impecable de uno de los mejores autores de nuestro teatro áureo parecía asegurar que La dama duende sería una de esas obras que dejan huella. Sin embargo, cuando hace unas semanas acudí a la representación en el Teatro Principal de Alicante, sentí algo de decepción pues esperaba, entusiasmada, disfrutar de una obra clásica en estado puro. Obviamente, no se trata de un experimento extraño de esos iluminados que acaban destrozando el espíritu original de la pieza (déles Dios mal galardón), pues Narros es respetuoso con  la esencia que envuelve a las piezas del Siglo de Oro. Ahora bien, esta versión presenta  algunos desaciertos como la sobreactuación de determinados personajes (la efusividad de don Juan cuando se reencuentra con su amigo don Manuel es demasiado cargante); la exageración en algunos momentos en que los personajes ríen a carcajadas; la prosificación de ciertos parlamentos  que nos arranca de los agradables brazos del verso; el exceso de movimiento de unos actores sobreexcitados, que pisoteaban las tablas con tal ímpetu que a veces impedía incluso escuchar sus intervenciones. Tampoco me pareció acertada la escena en que don Manuel acude al cementerio para poder encontrarse con doña Ángela. Allí lo esperan las criadas que aparecen vestidas con ropas de reminiscencia árabe, fumando cigarrillos y haciendo unos sinuosos movimientos que, quizás, quisieran reflejar la turbación del caballero pero que no encajan en una obra clásica.

El resultado de la puesta en escena es, pues,  aceptable, pero no sobresaliente. Es de justicia reconocer la ardua tarea de dirigir una obra clásica y de interpretarla. Sólo por eso, este montaje tiene toda mi consideración y no desmerece, en absoluto, la impecable carrera de su director. Éste recibió una larga ovación del público y de los actores, que miraban emocionados al cielo como si esos aplausos los acercaran más al espíritu de Miguel Narros, que se fue apagando mientras pedía vida, más vida, para sus personajes. Tremenda paradoja. 

3 comentarios:

Píramo dijo...

Estoy de acuerdo con Tisbe. La obra no es satisfactoria del todo y creo que parte de la responsabilidad corresponde a algunos excesos por parte de los actores. Se diría que éstos pecaron de demasiado impetuosos. Ya se sabe que en una comedia clásica el actor multiplica su expresividad pero la mesura y el temple también deben ser virtud. El aceleramiento, la exageración, el excesivo dinamismo sobre las tablas mareaba un poco. Las carreras y risas desmedidas de los personajes impedían oír los parlamentos porque las pisotadas sobre la madera se imponían a la palabra. Y luego está la escena onírica del cementerio. Entre ridícula y descolocadora. Y con ese tufo a posmodernismo que tan poco me gusta en el teatro clásico. Mucho más equilibrada la primera parte de la obra. Buena reseña, Tisbe. ¡Celebramos tu vuelta!

Javier Angosto dijo...

¿Fumando cigarrillos...? No hay más preguntas, Señoría... Y sí, celebramos tu vuelta, Tisbe.

Tisbe dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios.
Esperemos no tener que destacar aspectos negativos la próxima vez que veamos una obra clásica.