domingo, 30 de marzo de 2014

244. Suárez, Machado y Santa Teresa



Para los que mediamos la treintena, no es fácil hablar de Adolfo Suárez. Durante su primer gobierno de transición ni siquiera habíamos nacido; y su segunda etapa, ya elegido en las primeras elecciones generales tras la dictadura, coincidió también con la feliz inconsciencia de nuestra primera infancia. Si la democracia estaba en pañales, los de mi generación compartíamos sus balbuceos. A mí me cuesta hablar de Adolfo Suárez porque siento que no me corresponde. Su figura es lo que dicen mis mayores, lo que cuentan los libros de Historia, los periódicos, los reportajes televisivos. Uno prefiere callarse y esperar a que su grandiosa presencia se imponga sola en ese barbecho de la memoria que aguarda la germinación de los grandes descubrimientos. Y, sin embargo, hijos de la Constitución como somos (yo nací el mismo 1978), mi generación es la que, fundamentalmente ha recibido su legado (con el deterioro de los que no han sabido seguir su estela) y, por lo tanto, los que más debiéramos volcarnos en manifestar nuestro agradecimiento. A los de mi quinta la democracia nos ha venido de serie. Nacimos y la democracia ya estaba allí. Quizás por ello tendemos a veces a pensar que los derechos que disfrutamos son inmanentes al mero hecho de ser y estar en el mundo (idea que suscribo) pero no tanto a pensar que surgieron por el coraje de los que nos antecedieron. Al oír a alguien decir que no votará en las próximas elecciones porque “pasa del tema”, siento una enorme tristeza al recordar el rostro sufriente pero luego felizmente aliviado de Suárez, aquel 5 de julio de 1976 cuando las Cortes aprobaban el Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas; o la valentía heroica del presidente al permanecer digno en su escaño, durante el asalto golpista del 23F; o la mirada siempre limpia y honesta, rebosante de ilusión y nobleza, cuya luz llenaba la pantalla toda del televisor. Por Suárez he sentido siempre una fascinación como pocas.

Es llamativo el proceso de beatificación que Suárez está recibiendo tras su muerte cuando en vida caminó tan solo. Muchos de los que ahora lo alaban, se le opusieron furibundamente, tanto desde la izquierda, como desde la derecha; tanto la Iglesia como los militares. Fue denostado por todos, incluso por su propio partido. El día que se supo que el Rey le nombraba presidente del Gobierno, el entonces prestigioso periodista Emilio Romero escribía en tono de chanza: “Santa Teresa ha hecho otro milagro”, en alusión al origen abulense de Suárez y al escepticismo que su nombramiento generaba. Otro insigne escritor, menos místico que Santa Teresa, vino también en su socorro. El 9 de junio de 1976, en su discurso sobre la Ley de Asociaciones, Suárez termina citando unos versos de Antonio Machado:

“Está el ayer alerto
 al mañana, mañana al infinito 
 hombres de España, ni el pasado ha muerto,
 ni está el mañana –ni el ayer-, escrito”. 

Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.

domingo, 23 de marzo de 2014

243. El invitado amargo



Vicente Molina Foix y Luis Cremades han escrito al alimón este libro de memorias, donde se recoge la relación sentimental que ambos escritores mantuvieron entre 1981 y 1983, aunque el espacio cronológico se dilata en el libro más allá de la ruptura, hasta nuestros días. El primer reparo que se le impone al lector reside en la propia razón de ser del libro. ¿A quién pueden importarle de verdad los detalles íntimos de una historia de amor que nadie les ha pedido? Después de conocer los entresijos de esa relación, puedo entender que la obra atesore un valor catártico o redentor para ambos, contribuyendo a cerrar una brecha que reclamaba latente una sutura durante 30 años. Pero fuera de ese valor terapéutico restringido a sus autores, no entiendo por qué el lector debe participar como testigo, sobre todo porque ni Cremades ni Molina Foix son todavía Petrarca y Laura. Si la escritura es una forma de salvación, bastaba con escribir pero sobraba el exhibir. Tres posibles factores justificarían a mi entender esa decisión de publicar estas memorias, relacionados ambos con Cremades. El primero es su enfermedad, relatada en el libro con una nobleza que no cae en el patetismo ni la autocompasión, y que, dada su gravedad, explicaría la necesidad vital de darse en un libro. Jamás me atrevería a verter reproche alguno. El segundo factor, sin embargo, reviste menos dignidad y tiene que ver con el auxilio editorial de Molina Foix, de cuyo padrinazgo Cremades siempre ha querido legítimamente huir y del que, una vez más, no ha podido prescindir para la medra literaria. Finalmente, existe la tentación del juego literario: Molina Foix y Cremades han escrito alternativamente cada uno su parte, después de conocer la parte del otro; esa dependencia del coautor para la continuación argumental propia es ciertamente atractiva por lo que tiene de azaroso en el curso de la narración y por la curiosidad de verse ente de ficción en la memoria del otro. Como ejercicio literario es una experiencia muy novedosa.
El libro, además, cae en cierto exhibicionismo impúdico de la homosexualidad, con cierto tufillo panfletario, que a mí siempre me ha parecido tan contraproducente para el propio colectivo. Y resulta del todo reprobable y prescindible la crónica rosa en la que se desvelan aspectos privados, denigrantes, de escritores muy conocidos, algunos de ellos ya fallecidos. (Por cierto, que hay algún aludido que ya les ha respondido). El invitado amargo tiene retazos de gran libro sino fuera por sus pequeñeces.

Con todo, la obra ostenta también muchas virtudes, como la acertada utilización de los resortes narrativos que novelizan lo biográfico o el sabroso anecdotario literario de los 80 que ofrece un friso vivísimo de la efervescencia cultural de la época. Son también interesantes e inteligentes las reflexiones personales acerca de los procesos creativos o sobre el arte en general, aunque hay cierto narcisismo en algunos pasajes donde se citan e interpretan poemas propios. El libro es también un espléndido ejercicio de intertextualidad con sugestivas y edificantes listas de lecturas personales que encienden la atención del lector curioso. El paisaje alicantino de los 80 resulta asimismo evocador. Pero, ante todo, El invitado amargo es un análisis profundamente desmenuzado de las relaciones amorosas y sus intersticios. Especialmente tierna es la figura de Vicente Aleixandre, cuya faceta de gran gurú en la mediación amorosa es bien conocida. La casa de Velintonia, con ecos de Lorca en esa silla que ocupó Cremades en su visita al maestro, es en el libro un templo casi oracular. La figura de Aleixandre es catalizadora. Aleixandre está presente todo el tiempo incluso cuando no aparece. Mientras su presencia sigue latente en el libro, parece que hay promesa para el amor. Cuando muere, el lector ya sabe que no hay solución posible. Sólo la esperanza de perpetuar ese amor para siempre en las palabras. El amor entre Cremades y Molina Foix fue, en parte, una experiencia vital, pero también la construcción que cada uno ha hecho del otro en el territorio de la memoria y en el de la literatura. En ésta se hallan ambos mucho más verdaderos. En El invitado amargo, una vez más, la Literatura se erige como salvaguarda de lo que la vida no pudo o no supo retener.

Serie Ghostpotters, del artista Roberto González Fernández.

domingo, 9 de marzo de 2014

242. El malentendido



En todas partes cuecen habas. Aquí, en España, nos quejamos mucho de la dejadez y desconsideración con que tratamos a nuestras eminentes figuras patrias. Uno visita Inglaterra y Dickens o Shakespeare son poco menos que héroes nacionales. Y París tiene un Panteón erigido ex profeso para acoger a las grandes figuras de su historia. En España, en cambio, ni siquiera sabemos en qué rincón del Convento de las Trinitarias anda perdido el esqueleto de Cervantes.
Pero, como decía, en todas partes cuecen habas. En un país tan chovinista como Francia, se ha montado un sainete vergonzante a propósito del centenario de Albert Camus que debía celebrarse el año pasado. Digo que debía haberse celebrado porque, al final ha quedado todo en un sucedáneo de chichinabo. Parece que a Camus no le han perdonado todavía cierta ambigüedad durante el conflicto de la independencia argelina. Ni la Biblioteca Nacional François Mitterrand ha recogido sus obras completas, como sí hiciera con Sartre, Leroux o Boris Vian; y ni el Centro Pompidou ni el Ministerio de Cultura han movido ficha. Camus es para Francia un centenario incómodo. Quizás porque eso de ser profeta en su tierra no iba con él, tan contrario a las altas e indiscutibles ideas, enemigo de todo lo categórico, patrioterismo y banderas incluidos.

En España, donde sí somos muy amigos de ponderar todo mérito extranjero como si ello nos redimiera de nuestro incomprensible y ya intolerable complejo de paletos, la figura de Camus sí ha sido reivindicada. Y entre los homenajes mejor cuidados está el reestreno de El malentendido, obra teatral del escritor francés, dirigida en esta nueva versión por el genial director Eduardo Vasco y protagonizada por Cayetana Guillén Cuervo, Julieta Serrano y Ernesto Arias. La obra es también un recuerdo de Cayetana Guillén Cuervo a su padre, Fernando Guillén, fallecido el año pasado, quien junto a su esposa Gemma Cuervo, protagonizó la primera versión de esta obra en España en 1969, cuando en Barcelona aún se podía ver alguna obra en castellano. El origen del título se halla en la misma trama: tras más de 20 años, Jan, que ha amasado una buena fortuna, vuelve a su casa familiar, que es ahora una hospedería. No desvela su identidad porque quiere pasar un par de días observando desde el anonimato el estilo de vida y las necesidades de los suyos. Por su parte la madre y la hermana, Marta, tienen la costumbre de asesinar a los huéspedes ricos para poder robarles el dinero. No hace falta aclarar dónde radicará “el malentendido”. La obra es, como todas las de Camus, terriblemente desazonadora. El nihilismo que lo inunda todo, símbolo de la falta de horizontes vitales y morales que resultó de la II Guerra Mundial, se enseñorea incluso en la parquedad del escenario. La cerrazón de Jan al no querer desvelar su identidad, lo que hubiera evitado su muerte, se antoja absurda e incomprensible, pero no es más que la lógica irracional de la propia existencia.  Cayetana Guillén Cuervo, en el papel de Marta, está absolutamente espléndida y desgarradora. El criado, medio sordo y mudo que aparece intermitentemente en escena, es alegoría de un dios que no atiende ya a sus criaturas. Por eso, cuando María, la esposa de Jan, acude en busca de su marido, descubriendo su muerte, y pide ayuda a Dios, el criado aparece de nuevo para constatar la imposibilidad de toda esperanza. Sólo un lunar al final de la obra. En el texto original, el criado aparece en escena, mira a una María desesperada que clama ayuda, y luego, sin decir nada, como en toda la obra, se vuelve y desaparece. En la versión de Vasco, el criado emite un “no” completamente prescindible. Hubiera sido mucho más elocuente y efectista el silencio. Detalle importante que contraviene, sólo parcialmente, el resultado de una obra, sobre cuya calidad, esta vez sí, no existe malentendido alguno.

domingo, 2 de marzo de 2014

241. El guía de Saint Paul



Cuando a la religión le asisten los presupuestos de la razón, dejamos de ser el hombre de la caverna que adora al tótem. Cuando entre ella y la diversidad, media la empatía, la religión abandona el dogmatismo intransigente. Cuando su misterio se avala en el testimonio de garantes que no son sospechosos de la extravagancia gratuita, la religión se humaniza. Cuando su discurso críptico se ilustra en la plácida amenidad de quien domina el arte de contar llanamente los más altos conceptos, la teología se hace calle. Cuando la fe se mezcla con la cultura y la Historia -¿acaso no son la misma cosa?-, entendemos el mundo y entendemos también a esa criatura que en él habita, llena de certidumbre en su incertidumbre, a quien llamamos hombre.
De todo eso hallará el lector que se acerque a El guía de Saint Paul, de Antoni Coll Gilabert. A través de un guía jubilado que acompaña a los turistas en su visita a la catedral anglicana de Londres, Antoni Coll esculpe un entretenidísimo friso de la historia de Inglaterra. Las ilustres personalidades que se hallan enterradas en el interior del celebérrimo templo londinense, le sirven al escritor de Ivars para hilvanar ese recorrido sabrosísimo de anécdotas y de vidas irrepetibles. Así, desfilan por el libro el presidente Churchill, Christopher Wren (arquitecto de Saint Paul), el almirante Nelson o el poeta John Donne, entre otros. Pero la nómina se agranda ampliamente cuando los entresijos de la Historia así lo requieren, salvando cronologías y etapas estancas para ofrecernos una visión poliédrica y miscelánea de la misma, aunque siempre con un hilo conductor bien definido. La lista de personajes ilustres es tal, (aunque algunos aparezcan sólo tangencialmente), que echo de menos un índice onomástico al final del libro, pese a que éste no cuenta con más de 110 páginas; tal es la labor de síntesis del autor cuyo ejercicio de dosificación convierte a la obra en un delicioso menú degustación, con la erudición justa para no abrumar al lector y el valor de una amenidad que no olvida el rigor.

Pero la figura en la que más se detiene Antoni Coll es la de William Holman Hunt, pintor prerrafaelita también enterrado en Saint Paul, que pasó ciego los últimos años de su vida leyendo, con ayuda de su mujer, el Quijote. Y, concretamente, se centra en uno de sus cuadros, expuesto en la propia catedral: The Light of the World (1853). La riqueza alegórica de este cuadro, donde se representa a Cristo llamando a una puerta, le sirve al autor para abordar profundos pilares de la fe cristiana: la doble corona de Jesús, la de espinas y la de su majestad; el candil que sujeta, símbolo de la fe; la maleza que crece en la puerta a la que llama; la propia puerta, sin manecilla exterior porque sólo se abre desde dentro; la túnica sin costuras; las tinieblas del segundo plano del cuadro… El lector podrá realizar un estudio iconográfico que hará las delicias de los amantes del arte pictórico, además de reflexionar sobre aspectos muy relevantes del fenómeno religioso. Por eso es importante que el lector, sobre todo el no creyente, acuda al libro sin esos tontos prejuicios que rechazan la lectura de una obra cuando ésta aborda asuntos de la fe, por temor al tono doctrinal. Es parecido a esa moda igual de absurda de no acudir al cine si la película es española. Es cierto que Antoni Coll, sobre todo en el último tercio del libro, dedicado a las grandes y sonadas conversiones, no renuncia a la convicción de sus ideas (entre otras cosas, porque no tiene por qué hacerlo) pero junto a su legítimo proselitismo, existe una verdadera e impagable vocación por la divulgación cultural. Con su prosa, siempre serena y elegante, cómplice en su dialéctica cercana, la lectura de El guía de Saint Paul nos regala un pasatiempo no exento de profundidad, apto para espíritus abiertos y exigentes.

William Holman Hunt: The Light of the World (1853)