domingo, 25 de mayo de 2014

252. Jactancia de poeta


Plutarco dejó para la posteridad aquella famosa sentencia, puesta en boca de Julio César, según la cual “la mujer del César no sólo debe ser honrada sino parecerlo”. Aunque las circunstancias en que el emperador pronunció estas palabras eran muy concretas, algunos escritores, sobre todo poetas, parecen haberse empeñado en adoptarlas poniendo especial énfasis en la segunda parte de la máxima. Es decir, “el poeta no sólo debe ser poeta, sino también (y sobre todo) parecerlo”.

Existen dos dimensiones en la realidad de un escritor. Una tiene que ver con la esencialidad de su labor creativa; la otra, con la imagen pública que sobre esa labor se proyecta a los demás. Y a menudo sucede que hay a quien le resulta más estimulante pasar por poeta que serlo realmente. Esta opción, obviamente, no constituye una preferencia en la escala de deseos del escritor, pero sirve para gestionar la frustración de saberse un poeta mediocre. De este modo, las carencias artísticas se compensan ofreciendo a la galería un perfil impostado del vate, generalmente adornado con toda suerte de tópicos románticos o herederos del malditismo literario: el bohemio, el hipersensible, el visionario, el incomprendido, el atormentado, el misterioso, el loco genial, el elitista. El lema es: “yo soy poeta y el mundo debe saberlo”. En su descargo, estos aspirantes a poeta conocen al menos sus limitaciones y tratan de sobrevivir en los círculos literarios con esa fachada. Más grave es el caso de los pésimos poetas que están convencidos de su virtuosismo indiscutible.

De este exhibicionismo literario están plagadas las redes sociales. Aquí y allá el prócer de las letras de turno coloca su poemita en la red para envanecerse computando los “me gusta” del personal, que acaso no ha leído siquiera el poema, y calibrar con esa estadística la verdadera dimensión de su fulgurante carrera poética. O dicen con aire interesante y con estudiada intriga que están inmersos en su enésimo proyecto, prostituyendo el sacrosanto secreto de la intimidad creativa que todo buen escritor guarda con celo entre los límites de su escritorio. Sin embargo, uno se pregunta cúando escribe esta gente si están todo el día en Facebook. Decía Picasso que la inspiración existe pero que debe encontrarte trabajando. También asisten estos “poetas” como público a las presentaciones de libros. En el debate que se abre al final, se lucen con alguna pregunta brillantísima preparada de antemano o con alguna apostilla intelectualoide dejando claro que saben de lo que hablan porque quien lo probó lo sabe y porque ellos son, claro, poetas. En sus intervenciones hallan complicidades entre sus versos y los del escritor que presentaba el libro porque, claro, a ambos les une la consanguinidad del oficio y hasta pueden arrancarse por soleares y recitar algún verso propio, arrogándose el protagonismo de un acto que no era para ellos. Quien me conoce bien sabe que soy asiduo a las presentaciones de libros y también que desaparezco enseguida tras la finalización de éstas. No suelo quedarme al aperitivo del final ni me uno a las cenas donde se prolonga la camaradería literaria. Porque, junto a la grata compañía del escritor al que se admira y su conversación inteligente y reveladora, debe uno aguantar también a los poetas-satélite que, tras unos cuantos tintos, pugnan por ver quién dice la frase más ingeniosa y la cita más rebuscada. Y uno, que es tímido y que no tiene ni la gracia ni esa capacidad de repentismo latiniparlo de mis compañeros de mesa, siente que está allí de más.

Pompeya Sila, la mujer de Julio César, fue repudiada por el emperador por haber asistido a una Saturnalia orgiástica. Luego se supo que Pompeya sólo había acudido en calidad de espectadora y que no había participado en ningún acto deshonesto. El atenuante no le sirvió de mucho y fue cuando recibió la famosa frase de marras. Si Pompeya, que era honesta pero no lo parecía, cayó en desgracia, los poetas que no son poetas y que sólo lo parecen, merecieran, con más razón, su Julio César.

domingo, 18 de mayo de 2014

251. Filólogos


Morirse Martín de Riquer y desaparecer los estudios de Filología Románica de la Universidad de Barcelona ha sido todo uno. No se podría haber realizado peor tributo a la memoria del insigne medievalista. Con Riquer ha pasado como con don Quijote. Cuando el bueno de Alonso Quijano muere cuerdo en su cama, se lleva con él todo un mundo que, en realidad, estaba ya periclitado. La comparación cervantina es intencionada. La Filología en general, no sólo la Románica, hace ya tiempo que se halla sola e incomprendida en la trapisonda de una sociedad abocada al vértigo de lo práctico y de lo inmediato, incapaz de detener su vorágine para el cuidado esmerado de sus acciones o para el cultivo de la sensibilidad.
El filólogo es un pobre loco que se dedica a la inútil tarea de “desfacer” entuertos ortográficos o a luchar contra los malandrines que pervierten el idioma sin que el mundo perciba mérito alguno en esa empresa, pues una tilde de menos poco daño puede causar al devenir del universo. Es signo de los tiempos: se empieza por olvidar las tildes y se acaba por extraviar el bisturí en el bazo del paciente operado. Y así vamos, chapuceando por la vida y saliendo del paso tan ricamente. Los medios de comunicación prescinden ya de la figura del corrector de ortografía y estilo mientras a un filólogo en paro le atormentan las nuevas maritornes que se afanan en redactar en los periódicos, en colocar titulares en los telediarios o en escribir novelas. Por cierto que, llama la atención la escasa cantidad de filólogos que se dedican a la labor creativa. En cambio, escriben novelas los abogados, los ingenieros, los veterinarios y hasta los pilotos de avión. Por supuesto, el don de la escritura no es, afortunadamente, patrimonio exclusivo del filólogo; pero concedamos que le vincula a ella el lazo de la consanguinidad. Creo que hay filólogos que no escriben porque su relación con los grandes clásicos, a quienes conocen bien, llena de pudor cualquier intento de remedar el oficio insuperable de aquellos. El pudor del filólogo es tanto su  virtud como su condena. Pero, entretanto, escriben otros.
Así están las cosas. La licenciatura de Filología Románica, a la que los nuevos “peda-gogós” llaman ahora “grado” (los mismos que llaman “máster” al doctorado de toda la vida), desaparece del panorama universitario español mientras se proponen carreras sobre el arte circense.

Por ese motivo, en mitad de esta desolación, resulta tan reconfortante la iniciativa formativa que la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, a través de su Departamento de Filologías Románicas, ha puesto en marcha al ofertar su Diploma de Especialización en Literatura Aplicada, dirigido por los profesores Manuel Fuentes y Mª Isabel Calle y con un equipo docente que garantiza el rigor y la calidad del curso (quien lo probó lo sabe). La ficha informativa de este posgrado, 100% online, puede encontrarse en la página web de la Fundació URV pero desde hace casi dos meses, la profesora Inmaculada Rodríguez viene colgando a través de Facebook (Literatura Aplicada-Posgrado FURV) algunas entradas deliciosamente sugestivas que, aunque son un anticipo del curso, también son, por sí mismas, delicadas perlas culturales. El enfoque interdisciplinar del posgrado desmitifica esa idea errónea que se suele tener de la Literatura como una disciplina endogámica y sin horizonte práctico (“Borges te ayudará a ser un arquitecto mejor”, se titula uno de los posts). 
Después de todo, cuando todo parece perdido, siempre encuentra uno el Bálsamo de Fierabrás.


domingo, 11 de mayo de 2014

250. Superhéroes



De un tiempo a esta parte las carteleras de los cines se han abonado al fenómeno de los superhéroes del cómic. Esta tendencia no es más que la constatación de un hecho que viene dejando la labor creativa de los guionistas en entredicho, o lo que es lo mismo: los guionistas de hoy son los escritores de los superventas editoriales. Obviamente, entre las funciones del guionista está la de las adaptaciones. Esto ha sido así toda la vida y claro está que el cine se ha nutrido siempre de la materia prima literaria. Pero cada vez es menos frecuente, al menos estadísticamente, hallar en la cartelera una película producida a partir de un guión original, exento del remolque libresco.
Pero volvamos a los superhéroes. En los últimos tiempos la editorial Marvel, se ha hecho con el monopolio del género. Marvel cuenta, además, con sus propios estudios cinematográficos, de manera que nada hay que reprocharle a la imaginación de sus guionistas, pues son miembros de la cofradía de Juan Palomo. La consecuencia es inmediata: las películas se ciñen perfectamente al cómic y los entendidos en la materia suelen ponderar la calidad de esa fidelidad.  Hasta ahí bien. Pero hay algo en el universo Marvel que me deja algo desencantado: la idea de juntar a todos los personajes de la saga en un mismo espacio narrativo. Marvel no es la única editorial que ha llevado a cabo este proyecto. DC Comics ya lo hizo en su día cuando creó la Liga de la Justicia donde se reunían los superhéroes más populares de dicha editorial, como Superman, Batman o la Mujer Maravilla, entre otros. Y de hecho, Los Vengadores, de Marvel, surgieron en los años 60 como respuesta a esa iniciativa de DC Comics. Esta nueva reunión se está gestando ahora en el proyecto cinematográfico en ciernes. Sin embargo, tanto héroe revuelto desemboca, a mi juicio, en una suerte de trivialización de lo heroico.

El héroe en literatura siempre se ha manifestado individualmente ya desde tiempos de Homero. Aquiles es el héroe de la Ilíada, como Ulises lo es de la Odisea. Hasta los combates que el ciego de Quíos describe frente a las murallas de Troya son duelos individuales de los héroes y la mitología parece evitar la confluencia de sus personajes cuando estos están revestidos de una singularidad extraordinaria. El Cid recupera su honra gracias a su esfuerzo personal y la historia de aquel infanzón castellano que acaba emparentando con la realeza aglutinó una especie de primera conciencia nacional alrededor de su figura. Cuando en el siglo XVI nace el pícaro, prototipo perfecto del antihéroe, Lázaro de Tormes medra en el escalafón social después de sufrir mil calamidades y de renunciar a su propio honor; en el siglo XIX las heroínas languidecen al albur de su enésima cuita amorosa o se rebelan contra las convenciones impuestas por una moral estrecha. Ya en el siglo XX, el héroe moderno es el hombre perdido, que se debate consigo mismo, que no encaja en el mundo y busca su propio centro de gravedad donde autoafirmarse. Pero siempre han sido héroes individuales, enfrentados, ellos solos, a su destino, ya estuviera éste regido por los dioses olímpicos, por la sociedad o por sus propias contradicciones interiores. Esta individualización engrandecía su figura porque les otorgaba el valor añadido de la diferencia. El héroe no es como los demás y esa es su seña de identidad. Claro que ha habido héroes colectivos, ahí tenemos a Fuenteovejuna. Pero hasta en esos casos el héroe se ha diluido entre la masa informe y anónima. Ver a Thor, Iron Man, Hulk o al Capitán América colaborando codo con codo, es arrebatarles de golpe su propia singularidad, su propia historia, que en la mayoría de casos es, por cierto, interesantísima. Porque la grandeza del héroe es también su soledad.

sábado, 3 de mayo de 2014

249. El buen hijo


           
 
Una de las funciones que tiene la literatura es la de entretener al lector. No es mi intención debatir sobre la idoneidad de que las novelas cumplan únicamente este requisito. Obviamente, considero que es insuficiente y que la buena Literatura incluye otros muchos aspectos en los que la mera diversión queda en último lugar o desaparece. No obstante, en ocasiones, al lector le apetece leer este tipo de obras pues contribuye a oxigenar la mente, a pasar un rato amable dejándose llevar por un argumento sin pretensiones.
El buen hijo, de Ángeles González-Sinde, se incluiría en este tipo de obras. Su argumento gira en torno a la vida de Vicente, un chico de 37 años que vive con su madre y que trabaja en la papelería que ésta regenta. A raíz de un accidente doméstico que impide a Marga ir a trabajar, Vicente decide coger las riendas de su vida y dar un cambio radical. Para ello, tiene intención de comprarle el negocio a su madre y de iniciar una relación amorosa seria con Corina, empleada de la papelería. Mas ninguno de estos objetivos llegará a buen puerto, pues su indecisa personalidad y su afán por complacer a los demás se impondrán como un muro infranqueable.
Resulta interesante la psicología del protagonista. Vicente es un hombre anulado, cuyas ilusiones se frustraron cuando su padre falleció y que está condenado a ver fracasar todos sus proyectos, sean de la índole que sean. Mientras los demás pisan con fuerza por la vida, él se arrastra por la suya cual caracol fatigado.
Uno de los méritos de la novela consiste en que el lector empatiza con el personaje y reflexiona sobre la delicada situación que viven muchos treintañeros que comprueban que las piezas de su vida no encajan, que no han sido capaces de formar ni la mitad de su puzzle y que por el camino han ido perdiendo sueños e ilusiones. Todo ello aderezado con dosis de humor que arrancan la sonrisa del lector en más de una ocasión y con un lenguaje muy cinematográfico.
Ahora bien, la novela de González-Sinde se sustenta sobre grandes tópicos que no aportan nada novedoso al tema tratado. Hace reír, hace reflexionar, pero no da ninguna vuelta de tuerca a un tema bastante manido. Como ejemplo, se podría comentar el desenlace de la obra, ese viaje catártico que Vicente decide realizar para volver a comenzar en el punto en que su vida dejó de pertenecerle y se vio relegado a vivir por y para los demás. Se trata de un final previsible que el lector intuye hace algunos capítulos.
Como es sabido, esta novela fue la segunda finalista  del archiconocido Premio Planeta.  Este premio se sustenta en el impulso editorial que ofrece a sus ganadores, quienes ven cómo las ventas se disparan gracias a la potentísima maquinaria de marketing que se activa en torno a estos libros. No importa tanto la calidad literaria de los mismos ni la profundidad de sus temas. El poderoso caballero don dinero se hace dueño y señor de un concurso cuyo fallo es conocido de antemano. No hay emoción ni transparencia en la selección de las obras.
En este caso, nos encontramos ante una novela amena y ligera que no pasará a los anales de la Historia de la Literatura pero que sí figurará en el listado de los Premios Planeta que inundan las librerías cada año mientras otras obras, quizás de muchísima calidad pero de autor desconocido en el mundo editorial, naufragan en cajones olvidados. ¿Para cuándo un certamen literario transparente, en el que se premie la calidad y no el nombre de los escritores?