miércoles, 29 de octubre de 2014

267. La fuente que mana y corre



Los primeros recuerdos que tengo de la editorial Alfaguara me remiten a aquellos libros que nuestros maestros nos proponían como lecturas obligatorias durante la EGB, aunque a mí eso de las lecturas “obligatorias” ya me pareciera por aquel entonces un oxímoron en toda regla, cuando todavía no sabía siquiera lo que significaba el palabrejo de marras. Tras aquellas cubiertas de márgenes naranjas primorosamente ilustradas, leíamos las historias de Michael Ende, René Goscinny, Roald Dahl, Angela Sommer-Bodenburg, Paul Biegel, Christine Nöstlinger y otros adalides de la literatura juvenil, a cuya advocación la editorial ha seguido fiel, siendo la colección que atiende a este género, una de sus principales señas de identidad.
Pero por aquel entonces, la editorial llevaba ya más de dos décadas funcionando, desde que en octubre de 1964 la fundaran Camilo José Cela y Jesús Huarte. Porque la nómina de la dirección editorial a lo largo de estos 50 años es tan excelsa como la de los autores publicados. A Cela le siguió en 1975 Jaime Salinas (hijo de Pedro Salinas); a partir de 1980, ya dentro del Grupo Santillana, asumió la primera dirección José María Guelbenzu y en el 93 hizo lo propio Juan Cruz, por nombrar tan sólo a cuatro directores de renombre. 
Fue precisamente durante la dirección de este último, cuando Alfaguara labró una de las piedras angulares de la editorial al tender puentes con Hispanoamérica a través del proyecto “Alfaguara Global”, que editaba simultáneamente en España y América Latina las obras en castellano de las dos orillas. El primer libro publicado sujeto a esta iniciativa fue Cuando ya no importe, la última novela que escribió Carlos Onetti antes de morir. De esta aspiración fraternal auspiciada por la lengua que nos une, escribió Carlos Fuentes: “Formamos entre todos el universo transatlántico de la lengua y de la imaginación en castellano: el gran territorio de La Mancha. Seamos incluyentes, no excluyentes, reconozcámonos al sur y al norte, a ambos lados del Atlántico, en la comunidad de la imaginación y la palabra”. Luego Alfaguara se abrió también al resto del mundo.
Mención aparte merece también el Premio Alfaguara. Yo, que no soy muy amigo de leer novelas premiadas, quizás porque he visto ya demasiadas cosas que no me encajan, cuando he topado, sin embargo, con un libro galardonado por la editorial madrileña, siempre he tenido la sensación de que el criterio del jurado de turno sí se apoyaba en un juicio crítico bien sostenido y no en el amiguismo, las perspectivas comerciales y mediáticas y, en definitiva, el amaño en general. Y las novelas premiadas por Alfaguara, al menos las que yo he leído, efectivamente suelen ser buenas novelas.
Tampoco soy amigo de las cubiertas de los libros, siempre tan engañosas, falsamente prometedoras. Soy más del contenido que del continente. Y, no obstante, cuando uno acude a una librería y se detiene en el anaquel donde se alinean los libros de Alfaguara, no puede evitar echar un vistazo al buen gusto con el que están ilustradas. Y, sobre todo, una vez más, con criterio artístico que es siempre trasunto gráfico de lo que luego nos encontramos en las páginas interiores. Este esmero en las portadas es ya tradición desde que se le encargara a Enric Satué el diseño de las cubiertas en 1975, el mismo que ha diseñado, por ejemplo, los logotipos de la Universidad Pompeu Fabra o el del Instituto Cervantes. Julio Cortázar llegó a decir que nunca le habían hecho a sus libros cubiertas más bonitas.

Alfaguara es una palabra de origen árabe que significa “la fuente que mana y corre”. Este mes de octubre la fuente llevará ya manando 50 años. Para regocijo de los sedientos.