viernes, 13 de marzo de 2015

281. El misántropo



Cuando en 1666 Molière estrena El misántropo, la situación del comediógrafo francés no era precisamente halagüeña. El Tartufo seguía prohibido desde hacía 2 años y el Don Juan había sido relegado al más absoluto de los ostracismos. No en vano, ambas obras resultaban incómodas para determinados sectores de la sociedad de su tiempo. El Tartufo por su incisiva diatriba contra la falsa religión; el Don Juan por sacar a escena a un impostor de la “intachable” aristocracia. Por lo demás, enemigos ambos, Iglesia y aristocracia, demasiado poderosos como para salir indemne del envite. El misántropo es, pues, un último intento de pellizcar las conciencias con el motivo de la hipocresía y de la falsa moral como estiletes éticos. Tras esta obra, un Molière ya cansado y derrotado, no volverá nunca más sobre esos asuntos.
El protagonista de El misántropo es Alcestes, que ha dejado de creer en el género humano tras comprobar que los usos sociales de su época, los agasajos y lisonjas, ocultan en realidad el interés propio y la insinceridad, imposturas necesarias para encajar en una sociedad que acepta a sabiendas las normas del juego para sostener y perpetuar la ficción de su artificial estatus. Son muchos los ejemplos que se ponen en la picota pero destaca, sin duda, la escena en que Oronte lee su soneto y pide la opinión de Alcestes. Éste, cuya sinceridad es antonomástica, le reprueba a Oronte la baja calidad de sus versos y Oronte, acostumbrado al halago (que no es más que impostura social), reacciona mal ante el exceso de sinceridad de Alcestes. Cuánto me ha recordado esta escena al sonrojante compadreo que se da en determinados círculos literarios, donde unos y otros ensalzan las calidades de obras pésimas y generan laudos en periódicos y blogs con la miserable intención de recibir ellos, algún día, algún trato de favor para sus también deplorables obras.
Miguel del Arco ha revisado el clásico de Molière. Enemigo declarado como soy de las adaptaciones modernas de los clásicos, debo reconocer aquí una felicísima excepción. Me atrevo a decir, incluso, sin incurrir en anatema, que Miguel del Arco ha superado el original. Efectivamente, el texto de Molière es una deliciosa demostración de punzante dialéctica; pero Miguel del Arco logra, sobre esta excelente materia prima, imprimir a la obra una intensidad emocional trágica que no hallo en el tono, digamos, dieciochesco, del frío, aunque certero, juego argumentativo de Molière.
La casa de Alcestes se sustituye aquí por un sórdido callejón a las puertas de una discoteca y el poema de Oronte por una pieza musical. Alcestes, el incomprendido, está en ese callejón, alejado del bullicio de la discoteca. Las puertas de ésta se abren y cierran cada vez que alguien entra o sale, y dejan oír el ruido de dentro, que es un acertado y efectista trasunto del circo social. Desfilan hirientes todos los males de nuestro tiempo: la superficialidad, el falso amiguismo, el borreguismo, la fatua vanidad, el desmérito. Alcestes cree aún en la redención que cifra en el amor que siente por la frívola Celimena. Pero ésta es agente y víctima del espectáculo y cede al lodazal de Oronte. Y ni los versos de Cernuda sirven de consuelo.

Es fácil para los que no participamos de las veleidades de nuestros días, caer en el amargo escepticismo de Alcestes. ¡Es tan fácil volverse misántropo! Quizás hoy más que nunca. Pero cuando uno asiste a montajes como el del Miguel del Arco, el misántropo en ciernes se da cuenta de que los seres humanos somos capaces todavía de hacer grandes cosas. El hombre se dignifica en el arte y, por una hora y media, hasta que se cierra el telón, es posible beber de las mieles de la filantropía que algún día conocimos.