viernes, 27 de noviembre de 2015

310. 'Invernadero'



Invernadero fue concebida por Harold Pinter como pieza radiofónica para la BBC en 1958.  Luego  Pinter la adaptó para el teatro aunque no la estrenó hasta 22 años después, en 1980, en el londinense Hampstead Theatre Club, dirigida por él mismo. En 1995 llegó incluso a interpretar el personaje de Roote en el Minerva Studio de Chichester. Ahora llega a los escenarios españoles bajo la dirección de Mario Gas, sobre la celebrada traducción que de la obra ha realizado Eduardo Mendoza.
La acción se desarrolla en una especie de sanatorio residencial dirigido por el autoritario Roote (Gonzalo de Castro). Pronto descubrimos que la gestión de este “establecimiento de reposo” no es precisamente ejemplar: un interno ha muerto en circunstancias poco claras y una paciente ha quedado embarazada. El diálogo inicial entre Roote y su secretario Gibbs (Tristán Ulloa), lleno de enredos y retruécanos lingüísticos, revela cómicamente la implicación de Roote en ambos sucesos. El impertérrito Gibbs, por su parte, desvela poco a poco su ambición por el cargo de Roote. No es el único interesado: Lush (Jorge Usón) y Tubb (Javivi Gil) también esconden, tras su apariencia servil, su innoble codicia, igual que la señorita Cuts (Isabel Stoffel), una trepa con aires de mujer fatal que busca medrar a través de la seducción y que podría representar perfectamente la alegoría de la erótica del poder. Lamb (Carlos Martos) es el único personaje honesto de la obra. Hace cinco años que fue trasladado al sanatorio para participar de su proyecto científico y en todo ese tiempo sólo se ha encargado de revisar las cerraduras de las celdas. Su ilusión, ingenuidad y su bienintencionado aire renovador fracasan pronto cuando asume su papel de chivo expiatorio de los desmanes de la dirección con la connivencia de los demás personajes. Los pacientes, a los que se alude a través de números, son un personaje colectivo, cuya relevancia latente explotará al final de la obra.

Invernadero no es una obra cómoda para el espectador. Heredera de la deformación grotesca del esperpento valleinclanesco y afiliada al teatro del absurdo, del que es una de las obras fundacionales, la digestión de su puesta en escena requiere de una eupéptica predisposición. La legítima aspiración de conformarse como una farsa negra y corrosiva quizás logre sus objetivos si pensamos que toda la obra es un trasunto de la corrupción burocrática, los abusos del poder, la codicia por el mando, el menosprecio del mérito o la indefensión de unos ciudadanos que, efectivamente son sólo números; también es legítimo que todo eso se haga al amparo de los cánones del teatro del absurdo y su provocativa torsión expresiva y visual. Pero lo cierto, y esto va a gustos, es que yo prefiero una obra igualmente incisiva sin el hastío de ese abuso verborreico que no conduce a ninguna parte, aunque uno pueda entender que se trata de una caricatura de la vacuidad dialéctica de los poderosos. La obra es una denuncia, sí, pero no conmueve ni sacude las conciencias porque el espectador está demasiado ocupado en el frío ejercicio intelectual de la interpretación y porque a la obra se le notan demasiado la arquitectura y su prurito de escenificación rupturista, que parecen más un fin en sí mismas que un medio. El elenco de actores está a la altura de lo que se le pide, a excepción de Isabel Stoffel, a la que no acompañan ni el timbre desacorde de la voz ni la desaseada dicción ni el demorado ritmo de sus intervenciones, ridículas y exasperantes en su lentitud.  La obra es, en definitiva, un invernadero demasiado tibio que impide la eclosión del fruto esperado.

jueves, 19 de noviembre de 2015

309. Rehenes



Un secuestro a la democracia. Eso es lo que ha perpetrado el Parlament catalán con su declaración unilateral de independencia. Los partidos del Eje, ese siniestro conciliábulo formado por Junts pel sí y la CUP, se apropian ahora de la voluntad de todo un pueblo cuando más de la mitad de los catalanes ha rechazado en las urnas la opción separatista. El álgebra del actual sistema electoral, que gustará más o menos pero que es el que tenemos, les otorga mayoría absoluta en el Parlament y legitimidad democrática para gobernar; pero en ningún caso les faculta para tomar decisiones de este calado, que requieren del concurso de una amplia y unánime mayoría social que ahora no tienen. ¿Se puede construir un país sin la anuencia de más de la mitad de sus ciudadanos? Cuando Artur Mas convocó las elecciones del 27 de septiembre dejó meridianamente claro que se trataba de un subterfugio legal para llevar a cabo, de forma velada, el referéndum que el gobierno español les ha vetado continuamente. Eran, pues, unas elecciones plebiscitarias y, como tales, el cómputo de los resultados sólo alcanza sentido si se realiza a través de los votos individuales. Se pretendía ilustrar con ello el verdadero estado del empuje independentista en la sociedad catalana y refrendar así un proceso que se creía mayoritario merced a los potentes fuegos de artificio de las sucesivas diadas. Sin embargo, cuando los resultados de las elecciones confirmaron que más de la mitad de la población catalana rechazaba el soberanismo (los que no salían en las diadas), entonces las cuentas ya no cuadran y hay que cambiar el discurso: ahora valen los escaños y no los votos. Dicho de otro modo, que a los del Eje, a los que se les llena la boca de democracia y libertad, en realidad les importa un comino la democracia y la libertad si éstas ponen trabas a sus objetivos. A eso se le llama, sin paños calientes, tiranía. Antonio Baños, diputado de la CUP, aseguró que si las elecciones del 27-S no arrojaban una mayoría clara de voto secesionista, la declaración unilateral de independencia no tenía legitimidad y que su partido no la apoyaría; sin embargo, mintió. Porque ahí donde ven a Baños, con su prurito de anarquista beligerante e iconoclasta, aparece siempre muy formalito y adocenado mientras ondea una estelada y entona Els Segadors con aquella pasión patriota que él llamaría fascismo si la bandera fuera otra. Sin embargo, de ese tufo fascistoide los que hieden son los que han llevado a cabo todo este despropósito. A Forcadell, la presidenta del Parlament, sólo le falta colocarnos a los que no pensamos como ella una estrellita amarilla en el pecho; es la misma que en un mitin dijo que los buenos catalanes eran aquellos que votarán por la independencia; entiendo entonces que el resto (el 52%, nada menos) somos malos catalanes y merecemos las llamas del averno. Como si la señora Forcadell tuviera la potestad de decidir cómo debo sentirme yo catalán. Lo peor es que ese discurso ha calado y ahora existe en Cataluña un oficialismo que establece la manera canónica de ser y de sentirse catalán, y el que no lo sigue es, poco menos, que un traidor a la patria. Pero a quién sorprende esta dictadura ideológica si en Cataluña llevamos sometidos a una dictadura velada desde hace años. Dictadura cuando se arrinconó el castellano en las aulas catalanas; dictadura cuando se segregaba a los niños castellanohablantes como si fueran extranjeros; dictadura cuando se adoctrinaba en las clases; dictadura cuando se multaba a quien no rotulaba su negocio en catalán; dictadura cuando se obligaba a votar a los menores de edad en los centros educativos en los referendos promovidos por plataformas independentistas; dictadura cuando se establecían trabas de todo tipo a la promoción de escritores catalanes que escribían en castellano; dictadura cuando se secuestraba a la televisión pública autonómica como altavoz del independentismo.
El gobierno español se equivocó al no permitir un referéndum en Cataluña. Fue un error estratégico y también una anomalía democrática. Pero tan antidemocrático es eso como que un 48% decida por imposición el destino de un 52%. También lo sería al revés pero esta división en la sociedad catalana, que saja a Cataluña en dos mitades difícilmente reconciliables, no la hemos promovido los que estábamos a gusto con nuestro encaje en España. No existía tal división. Por cierto, el referéndum ya se ha celebrado: han sido las últimas elecciones.

Qué pasa ahora con los catalanes que no nos sentimos representados por todo este delirio arbitrario y que somos mayoría. Los catalanes que también construimos Cataluña e integramos nuestro crisol de identidades en la hospitalidad inmemorial del pueblo catalán. ¿Debemos asumir el secuestro? ¿Debemos seguir callados? ¿O es que no va con nosotros todo esto? Si el nuevo Parlament insta a la desobediencia de la ley de un país legalmente constituido, ¿cómo vamos a obedecer nosotros la autoridad de un gobierno nacido de la ilegalidad y de la imposición? Pues yo desobedezco. A los que excluyen por razón de lengua, yo desobedezco; a los que imponen el pensamiento único, yo desobedezco; a los que anteponen la patria y la bandera a las personas, yo desobedezco; a los que no atienden a la pluralidad, yo desobedezco; a los que me llaman charnego, yo desobedezco. Somos rehenes en Cataluña. Pero, cuidado: no tenemos mordaza en la boca ni grilletes en las muñecas. ¡Yo desobedezco!

jueves, 12 de noviembre de 2015

308. Darwin y la evolución de la especie (lectora)




Como los caminos de las lecturas son inescrutables, este último mes he dado en leer el Mecanoscrit del segon origen, de Manuel de Pedrolo, y Kim, de Rudyard Kipling. Estimulado por la póstuma adaptación cinematográfica de Bigas Luna, me adentré en la atmósfera post-apocalíptica de la novela de Pedrolo y quedé deslumbrado por las posibilidades expresivas de la lengua catalana que el autor ilerdense domeña con insultante magisterio. Pocas veces la maleabilidad del catalán halló tantos registros y tanta riqueza léxica como en la prosa de Pedrolo. Lástima que toda esa exuberancia lingüística quedara humillada a la servidumbre de un mero catálogo práctico de supervivencia cuya monotonía no reparan ni siquiera las sugestivas inferencias filosóficas sobre la reedición edénica de un nuevo mundo.
A Kipling llegué tras conocer la noticia de que la Biblioteca Nacional (de España; con la que está cayendo esta matización no es baladí) acogió hasta el pasado 7 de noviembre una muestra bibliográfica del autor coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento. Kim es una apoteosis costumbrista de la India y una exultante celebración de la vida. Sus personajes son inolvidables, en especial la noble ingenuidad mística del lama y el carácter picaresco de Kim. Lo de menos es la trama de espionaje. Y, por supuesto, es un interesantísimo conflicto entre las dos identidades de Kim, hindú de sangre británica en la India colonial.

Ambas lecturas, la de Pedrolo y la de Kipling coinciden en ser novelas concebidas en su día para un público juvenil. El Mecanoscrit fue lectura obligatoria en nuestro extinto BUP y un fenómeno editorial entre los más jóvenes. Y Kim era una novela de aventuras devorada por los adolescentes británicos. Proponer hoy día que un alumno de la ESO o del Bachillerato lea cualquiera de estas dos novelas se antoja una empresa quijotesca. Los estudiantes de hoy no tienen ni la formación ni el aguante ni la curiosidad ni la sensibilidad ni la voluntad para enfrentarse a novelas de esta naturaleza. Simplemente no pasarían de las primeras cinco páginas. Pero estas mismas novelas, amén de otras muchas de pareja dificultad, eran las lecturas de los jóvenes de antaño a la misma edad. ¿Qué se ha perdido por el camino entre aquellas generaciones de jóvenes que leían a Dumas, a Salgari, a Verne, a Melville, a Defoe, a Swift, a Dickens o a Blyton, y estas de ahora que no entenderían ni las primeras cinco líneas de estos grandes autores? Aunque tentado como estoy de hacerlo, descartaré por ahora contradecir la evolución darviniana de las especies que, en materia de lectura, desde luego no le da la razón a Darwin, como tampoco se la da en aquello de la selección natural, según la cual los más fuertes, capaces de adaptarse al medio, sobreviven. Pues no es cierto. Los que amamos la literatura de verdad no conseguimos adaptarnos a este ecosistema de lectores mediocres por mucha formación que hayamos recibido o por mucho que hayamos educado nuestro paladar literario; y en cambio proliferan como setas los lectores de vampiros premenstruales. La razón, claro, no es biológica, sino pedagógica. Son esos pedagogos de nuevo cuño que pretenden que los alumnos se estudien los charcos de la acera de su casa en lugar de los ríos de España porque aquéllos son, claro, más cercanos a su entorno inmediato y, por ende, más significativos. Con la lectura igual: hay que fomentar solamente los libros que despierten el interés de los estudiantes y alejarlos de los “difíciles” clásicos porque éstos generan lectores frustrados que nunca más vuelven a la literatura. Y así andan nuestros alumnos, incapaces de entender un texto que exija un mínimo de nivel, y no hablo de Kipling, sino de cualquier artículo periodístico que se proponga para un simple comentario de texto. A aquellos jóvenes lectores de Verne, en cambio, nadie les va a tomar el pelo. Y ya ven qué trauma: también han vuelto a la literatura. Pero no. No nos adaptamos. Somos la especie débil de Darwin. Cada vez más invisible. Hasta la irremediable extinción.

lunes, 2 de noviembre de 2015

307. Tiempo gris de cosmos



No se trata aquí de desempolvar el viejo debate acerca de si la literatura debe dar voz a los problemas de su tiempo o si, por el contrario, como manifestación artística que es, tiene valor en sí misma, a la manera parnasiana. Seguramente ambas posturas podrán defender su argumentario con total legitimidad. Es más, quizás esta dicotomía constituya en realidad una reducción banal, como aquella que insinúa que el arte útil está desprovisto de belleza o que el arte con vocación estetizante no sirve para nada; como si existiera una asunción tácita de que ambas posiciones son compartimentos estancos imposibles de conciliar. Y, sin embargo, con la que está cayendo, parece deseable que en la literatura converjan compromiso y belleza. En una sociedad convulsionada por los terribles acontecimientos que cada día asolan nuestra conciencia, repugna la asepsia de los artistas en su torre de marfil; y del mismo modo, en un momento en que la literatura se ha convertido en un ejercicio prosaico donde medran los juntaletras y donde se ha perdido aquel extrañamiento del lenguaje que reivindicaba para la palabra poética una especificidad artística, falta también el embeleso estético de la lectura.
José Antonio Santano, que es poeta, pero que es también  hombre que se duele en el dolor de otros hombres, parece haber entendido la necesidad de aunar ambas premisas. Tiempo gris de cosmos (Editorial Nazarí) es una incorruptible aspiración al arte total porque sus versos, tan radicalmente llenos de realidad, no permiten, sin embargo, que se mancille el ara de su pureza poética. Difícil equilibrio, más cuando lo que los versos sangran no admite paliativo estético.
El libro se divide en dos secciones. La primera, titulada “Tiempo de silencios”, es un pórtico indignado de 24 poemas donde Santano denuncia, desde una impotencia rayana en el nihilismo, las injusticias del mundo y sus tiranías. El poeta se siente solo ante una empresa que lo supera, insolidaridad que se manifiesta, por ejemplo, en el poema que describe la escena de un viejo profesor y dos alumnos haciendo noche en el campus de la universidad, otrora símbolo de reivindicaciones y hoy triste barricada de una minoría concienciada; o el poema donde una estudiante no levanta la cabeza de su teléfono móvil en una biblioteca, ajena a los libros que debieran darle la libertad y la conciencia. Santano deconstruye las ideas de patria y religión, en virtud de las cuales tanto daño se ha hecho y aboga por la vuelta a la esencia, casi edénica, del hombre, que lo devuelva de su destierro desnaturalizado. Por eso es frecuente la alusión a la naturaleza, como la lluvia redentora o la primavera, relacionada también con la infancia. Pero hasta el olivo de Cort aparece rodeado por un pedestal de cemento.
La segunda parte, que da nombre al libro, consta de diez largos poemas con una estructura paralela. En todos ellos, el poeta apela a un interlocutor que previamente le ha preguntado “en qué estás pensando”. Luego descubrimos que se trata de la famosa pregunta que Facebook formula a sus usuarios al iniciar una sesión. A Facebook, que es uno más de los sistemas de alienación colectiva, exponente de la Teoelectrónica, como la llama José Cabrera en su estupendo epílogo, le responde Santano con dureza e ironía y en sus respuestas desfilan todos aquellos desahuciados por la vida: el autor piensa, pues, en los niños sin infancia y sin escuela, en los vencidos y apátridas, en los enfermos, en los ancianos olvidados, en los mendigos, en los lacerados por el hambre, en los explotados.

Santano sacude las conciencias sin moralinas impostadas y reclama que “sólo el hombre es el centro de la vida”, idea que retoma circularmente al final del libro cuando reivindica al “Hombre que oficia de Hombre”. Su radical empatía lo lleva a sentir el dolor ajeno como propio: “en todos habito”, “ya no vivo en mí sino en el otro” y asume que su misión en la vida es la de dar voz a los excluidos. Por eso, el último poema del libro, recuerda a aquellos otros hombres que propagaron por el mundo su palabra y generosidad para transformar el mundo, y se siente humilde heredero de todos ellos. Y así, la esperanza, una vez más, se halla traspasando el atrio de la literatura.