lunes, 22 de febrero de 2016

315. Sonata de invierno (al fin)



Me confieso siervo de la rutina. Y lo hago a la manera de aquellos poetas cortesanos de los cancioneros que sufrían gozosamente el desprecio de alguna dama desdeñosa y altiva. A la postre, la rutina es una señora vestida de gris a quien también le resultan indiferentes los colores con que queremos teñir nuestros sueños. Y, sin embargo, pese a todo, le tengo apego a su manto plomizo y a la muelle inercia de los días. Quizás se deba todo a que siempre que la rutina me ha abandonado ha sido para empeorar, como le pasó a aquel don Diego Tello, caballero de Sevilla, que perdió la vista refinando un poco de pólvora; como quiera que aquel año se decía que la Virgen de la Consolación había hecho muchos milagros, acudió a su capilla para rogarle curación y, untándose los dos ojos con aceite en señal de devoción, sintió gran dolor en ambos y no pudo abrir ninguno de ellos. A lo que el caballero imploró ante la imagen: “¡Madre de Dios, siquiera el que traje!”. El cuento es del poeta barroco Juan de Arguijo (1567-1623), aunque el hispanista francés Marice Chevalier decía haberlo hallado también en las Cartas de Juan de la Sal, en otra de Luis de Góngora y en la comedia de Pérez Montalbán, No hay vida como la honra. De ahí tal vez proceda aquella expresión popular que reza: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Así que yo, como don Diego Tello, apostato de la diosa Fortuna y me hago también cofrade de la Virgen de la Consolación, que debe de ser la de los perdedores, patrona de la dulce rutina.
Viene todo este largo preámbulo a ponerle el pórtico a una celebración: la que festeja la llegada, al fin, del invierno, otra dama fría y altanera, que pese a las canas, se ha hecho de rogar este año con la lozanía primaveral de una muchacha. Les confieso que ya no la esperaba y que su ausencia me causaba a estas alturas la desazón del amante impaciente. Uno prefiere calentarse las manos ateridas en el cucurucho de castañas asadas, antes que comérselas en manga corta en pleno mes de noviembre; también guarecerse en algún café y tomar un chocolate caliente mientras, tras los cristales empañados, se observa a los transeúntes domando sus paraguas en su envite contra el viento. En lugar de eso, en enero aún tomaba yo helados.

Pensaba inaugurar la estación hablándoles a ustedes de la Sonata de invierno, de Valle-Inclán, que este año cumple 80 desde su muerte; pero la reseña no halló la complicidad de la meteorología y se ha hecho esperar hasta hoy, aunque ya veo que mis divagaciones anteriores no me van permitir demasiadas efusiones más (cosas del espacio). Las andanzas del Marqués de Bradomín son posiblemente las máximas representantes de la prosa modernista española, aunque para mí la más propiamente modernista es la Sonata de otoño. En un momento en que la rutina está desprestigiada, también la literaria, yo me acerco a las añejas Sonatas de Valle y me dejo mecer en su prosa decadente. Quizás nunca haya sido más necesaria como hoy la recuperación de la lánguida elegancia del preciosismo modernista, hoy que prima lo feo, lo vulgar y lo estentóreo. En todas las épocas se han buscado nuevas formas de expresión, se han buscado la provocación y la subversión artísticas, y es legítima esa aspiración cuando se entiende que hay un agotamiento de los temas y de las formas. Pero hay quien, aprovechando esa brecha que parece admitir cualquier cosa con tal de considerarse nueva o perturbadora, ha colado su baratija de vanguardia para medrar en los bazares del artisteo. Esa necesidad de romperlo todo y de despreciar lo viejo quizás provenga de aquellos que no han probado las mieles de la rutina; de los que comen castañas en la playa, vamos. Cuando me siento abrumado por tanta tontería, vuelvo a reencontrarme con Valle (que no era precisamente un reaccionario) y todo vuelve a estar bien. Porque le pese a quien le pese, el invierno siempre acaba por volver, con su bendita monotonía sobre los cristales.

2 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Hoy en día se valoran más sus esperpentos, pero yo sigo prefiriendo sus obras modernistas. Sus "Sonatas" sólo se le perdonan. Pero yo cada vez que las releo disfruto como un enano. Sus tríadas de adjetivos son insuperables. Algunos de sus personajes (como Concha o el joven Florisel, que amaestraba a los mirlos y los enseñaba a silbar riveiranas) resultan inolvidables. Y si modernos son los esperpentos, qué decir de la técnica del "zoom" empleada por él ¡ya en 1902!: al describir, en la "Sonata de primavera", la agonía del prelado, Valle-Inclán aproxima su "cámara" hasta el rostro del prelado. Y lo hace hasta tal punto que alcanzamos a ver -en una espléndida personificación- la lágrima que le resbala "lenta y angustiosa" por la mejilla.

Tisbe dijo...

Bendita rutina y bonita rutina es leerte semanalmente.