lunes, 13 de junio de 2016

326. 'La tierra que pisamos'



Aunque presentada con intención distópica –la hegemonía de un colosal imperio del que España es sólo una colonia más–, lo cierto es que Jesús Carrasco no hace ningún esfuerzo en ocultar en su segunda novela las referencias al nazismo. No sólo los nombres de muchos personajes remiten inmediatamente a la antroponimia alemana, sino que, además, por el libro desfila todo el consabido catálogo de atrocidades con que el imaginario colectivo ha tenido que cargar dolorosamente desde que tuvimos acceso a esa documentación gráfica de la infamia. 
La vida de Eva Holman, esposa de uno de los mandos retirados del imperio, transcurre plácidamente en su casa de la colonia española en un pueblo de Extremadura. Eva vive en paz con su conciencia hasta que aparece en su huerto Leva, un nativo a los que los conquistadores tienen prohibido dar cobijo. Tras el recelo inicial, Eva acepta al intruso y va acostumbrándose a la presencia de aquel hombre misterioso que apenas articula unas pocas palabras inteligibles. Pero es en ese laconismo de Leva donde Eva vislumbra su tragedia vital, que reconstruye a duras penas a través de las anotaciones que realiza en su libreta durante cada penosa entrevista. Jesús Carrasco juega así con tres planos narrativos: la reconstrucción de Eva, que redimensiona la parquedad de Leva hasta convertirla en un relato detallado en el que Eva acaba confundiéndose con un narrador omnisciente; y la narración en primera persona de Eva, que actualiza el argumento. El desgarrador descubrimiento de Eva de la historia de su inquilino derrumba todo aquel engaño inoculado por el imperio con sus verdades indiscutidas y sus legitimaciones morales. El tema no es nuevo y entronca con la desazón de muchos alemanes, incluidos los que no vivieron aquellos años, que llevan décadas tratando de buscar la expiación de sus conciencias en la explicitación sin paños calientes de aquella barbarie y ahondando en las contradicciones identitarias que los laceran.
Al libro de Carrasco se la ha reprochado cierto grado de autocomplacencia en la morosidad de su estilo. Es probable que algo de ello haya en la novela pero esta opción estilística no es censurable en sí misma. Existe una literatura que rehuye la acción trepidante, que no busca la concatenación de lances argumentales y que arrincona la trama para detenerse en la estampa y en el paladeo de la palabra precisa. Esto puede gustar más o menos pero es una elección legítima y yo diría que hasta saludable. El problema de la novela no reside tanto en el regodeo estilístico como en su titubeo. Al Carrasco de Intemperie, con la que inevitablemente debemos comparar esta segunda novela, le reconocimos en su día una voz propia, con su desnudez retórica, su lírica del páramo, su exquisitez lingüística. El de La tierra que pisamos, en cambio, se refocila en la estampa pero por momentos parece desbordársele y entonces sujeta la brida para buscar la contención que sabe que se espera de él; aquella suerte de sobrio y directo tremendismo que se apreciaba en las vicisitudes de los protagonistas de Intemperie, corre aquí el peligro de pervertirse en la recreación morbosa de las escenas más truculentas. Carrasco lo sabe y trata de dosificar la puntada de lo escabroso pero no siempre lo consigue y, muchas veces, se notan las hilachas. Esa inseguridad estilística es el mayor defecto de la novela.

Donde sí es reconocible Carrasco es en su preciosa elegía de la tierra; en esa comunión descarnada y contradictoria entre hombre y naturaleza. Cuando uno deposita en la mesita de noche el libro de Carrasco, aquélla se mancha con el rodal de la tierra. Y el lector, una vez acabado el libro, parece que tenga que sacudirse las manos del polvo redentor de los caminos.

2 comentarios:

Agustín Castellote dijo...

Esas últimas líneas de tu columna son tan buenas que casi me animan a leerme la novela. Pero yo ya tenía unos cuantos peros con 'Intemperie' que aquí me temo que no se han subsanado. Gracias.

Pilar Blanco dijo...

Reconozco que no me gustó. La encontré delirante, más propia de un relato de ciencia ficción de los tiempos de la guerra fría, con su atmósfera y su metáfora, que de un texto siglo veintiunesco. Por decir algo. No creo haberla leído buscando otro Intemperie, pero, desde luego, no lo encontré. No se me justifica ese enmarañamiento.