viernes, 31 de marzo de 2017

356. Cines viejos (epitafio)



Hay en los cines antiguos el rubor de las viejas meretrices. Ajada ya su belleza, recuerdan en su trato y en su atavío el porte distinguido de la casa, otrora selecta y exquisita, y ofrecen al fiel cliente, que acude contumaz a engañarse, las novedades de la semana. Ellas son jóvenes y extranjeras y casan mal con la vetustez de la pieza, que no puede disimular su ruina ni aún con los nuevos afeites de la farmacopea tecnológica. Sólo cuando se apaga la luz, en la penumbra tibia de la estancia, la sábana blanca de las fantasías envuelve el mismo tálamo que en cualquier otra parte. Los sentidos se envician entonces en la belleza desnuda de la doncella y ya la ornamentación trasnochada de la alcoba deja de tener importancia.
Sólo en la oscuridad, los viejos cines sienten a salvo su dignidad. Porque entre las sombras no se aprecian los muñones de las butacas, ni el pellejo rasgado de las arpilleras, que vomitan su esponja amarillenta, ni los números borrosos de los respaldos, como lápidas anónimas erosionadas por la intemperie. Aunque ya no huelen a zotal  no pueden evitar impregnarse del olor rancio de las moquetas desgastadas. Al pasillo central lo bordean sendas láminas de neón que apenas orientan al incauto espectador impuntual y cuyo tenue haz de luz azulada languidece por momentos o parpadea en la pugna fosforescente de un último estertor. Sólo en la oscuridad, los apliques circulares adosados a las paredes, pueden encubrir los cadáveres de moscas y mosquitos atrapados durante años tras el sucio cristal amarillento como fósiles ambarinos expuestos en un museo abandonado. Las cortinas de terciopelo rojo, sobadas y descoloridas, ocultan puertas secretas que quizás conduzcan a otro tiempo. El sonido monótono del proyector anestesia la conciencia y amenaza con apresarnos, también a nosotros, en la dimensión fantasmal de un tiempo detenido, como un despojo más de la desolación general. Desde la pequeña sala de proyección, apenas un pequeño altar demiúrgico sobre nuestras cabezas que huele a celuloide caliente, el polvo en suspensión hace su epifanía como una vía láctea perdida en una galaxia errante. Todo el espacio se sumerge en un frágil y falaz ensueño.

Pero al encenderse las luces, tras los últimos créditos, el cine se duele de la mirada compasiva e indulgente de los espectadores que desfilan callados, los pasos amortiguados por el tapiz del suelo, hasta la salida. Queda entonces la sala en su silencio sordo de panteón irreal, presidido por la mortaja blanca de la pantalla. Queda el vestíbulo desierto, con su escalera sinuosa, su balaustre y su pasamanos bruñido por la caricia de cientos de personas. Quedan los carteles de las películas, como estelas funerarias. Fuera, junto a la acera, la diminuta taquilla semicircular donde aún se expiden pequeñas entradas de cartón barato con sus esquinas redondeadas, cierra la ventanilla. Quizás esa misma ventana aparezca mañana ya tapiada con yeso y ladrillo como un nicho a medio terminar y hagan nido en su interior las telarañas. Los viandantes y los coches pasarán a su lado indiferentes. La arrogancia de la modernidad mirará con altivez los vestigios del pasado y sólo algún transeúnte nostálgico se detendrá ante la fachada decadente para saberse, él también, como las películas, producto del sueño de algún dios inmisericorde que algún día nos archivará en la caprichosa filmoteca de la vida.

(En memoria del Cine Palace, de Reus, que hoy viernes, 31 de abril de 2017, cierra sus puertas tras 40 años).

viernes, 24 de marzo de 2017

355. Tramp, Tromp, Trump



Doy gracias al destino por no haberme convertido en politólogo o contertulio de televisión. De esta manera he evitado tener que dibujar con la boca esos escorzos imposibles que algunos adoptan para pronunciar el apellido del nuevo presidente de los Estados Unidos. Porque desde que Donald Trump irrumpió en la palestra informativa, no hay experto en política que no haya intentado adaptarse a la fonética yanqui para nombrarlo. Y ahí es de ver el denodado esfuerzo de nuestros ilustrados debatientes para producir la dicción perfecta de un auténtico nativo de la América profunda. Alguien les ha debido de decir que la “u” de “Trump” se pronuncia a medio camino entre la “a” y la “o”, y claro, acostumbrados aquí a decirle al pan pan y al vino vino, eso de que una “u” no sea una “u”  o de que existan vocales hermafroditas o con transtornos bipolares de personalidad, pues como que no. De tal manera que uno ya no sabe si el insigne tertuliano con ínfulas de políglota está pronunciando el apellido del presidente o se está comiendo un bocadillo de panceta (para él bacon). Para colmo de males, alguien les ha debido de decir, también, que la pronunciación oclusiva de la “t” de “Trump” es algo más intensa que la nuestra, así que el sufrido cámara de televisión está todo el día limpiando el objetivo de los perdigonazos del bocadillo de panceta que el aspirante a Hemingway esputa cada vez que demuestra su intachable dominio del inglés.
No es reprochable que alguien intente pronunciar correctamente el inglés, aunque yo soy más de la cofradía de Manolete. Lo que resulta sonrojante es cuando se percibe en ese intento, más que la noble intención de pulir la fonética, la ridícula impostura de quien desea  exhibir una formación o un falso bagaje de persona de mundo. No pasa nada si uno pronuncia “Trump”, como “Tramp”, sin más aditivo. Miguel de Unamuno hasta aceptaría que se pronunciara a la castellana, tal como se escribe. Es ya clásica aquella anécdota que gustaba recordar al escritor vasco según la cual, durante una conferencia sobre Shakesperare, el autor de Niebla pronunció el apellido del inmortal dramaturgo siguiendo la literalidad española. Algún oyente engreído le corrigió la pronunciación y, acto seguido, Unamuno continuó su conferencia íntegramente en inglés. La anécdota demuestra que un uso relajado de la fonética no implica necesariamente una mala formación académica. Hay quien, en esta suerte de competición para ver quién es más licenciado en Oxford, comete errores de ultracorrección. Yo pensaba que un partido de fútbol lo integraban 22 jugadores pero si hacemos caso a los locutores deportivos salen muchos más. Luego uno descubre que es que al jugador extranjero de turno, lo ha llamado de cinco formas diferentes; al jugador canario de Las Palmas, Jesé, ya nadie le pronuncia la “j”, y es sustituida por la  pronunciación inglesa, de tal manera que ahora lo han rebautizado como “Yesé”. Y una antigua conocida mía, paseando por el centro comercial, no entendía por qué no hallaba productos del hogar en una sección de una tienda presidida por el cartel “Home”. Había confundido el vocablo inglés con el catalán (“Hombre”).
Si tenemos estos lapsus con nuestro propio idioma, ya se pueden poner en marcha todos los planes plurilingües que se quieran en las escuelas. No se nos da bien el inglés, es un hecho. Y tampoco queremos aprender, no nos engañemos. ¿Qué salas de cine españolas se llenan para ver las películas en versión original como ocurre en gran parte de Europa? Podremos pronunciar “Trump” con todo aparato de exquisiteces fonéticas. Pero al final, a Clint Eastwood sólo lo reconocemos si es con la voz de Constantino Romero.

viernes, 17 de marzo de 2017

354. 'En la orilla' del teatro.




Hace un par de semanas se produjo en el Teatro Principal de Alicante el estreno nacional de En la orilla, la adaptación para las tablas de la novela homónima de Rafael Chirbes.
El problema de adaptar para el teatro una novela de Chirbes es que Chirbes es mucho Chirbes. La densidad narrativa de sus novelas, su prosa torrencial y envolvente, exigen una purga dolorosa que acaba por ofrecer un producto necesariamente desvaído. Y todo esto, a pesar de las buenas intenciones, que lo son, de las adaptaciones de Adolfo Fernández y Ángel Solo. Una poda implica una selección y una renuncia, y no estoy seguro de que las selecciones hayan sido mejores que los pasajes descartados. Todo esto, claro está, desde el prisma de alguien que ha leído la novela. Sin ese ejercicio previo, la adaptación resulta correcta sin más, pero con la lectura en la retina, el resultado puede ser más lacerante.
Si secundamos, como lo hacemos,  la afirmación de José María Pozuelo Yvancos que coloca a Rafael Chirbes como “el cronista moral de la realidad española reciente”, se entenderá que condensar en una hora y media un texto que inspira tales atribuciones, dejará la empresa en un sucedáneo. Se podrá aducir que ese problema lo tienen todas las adaptaciones y tendrá razón quien así razone pero con Chirbes esa dificultad es exponencial dada la naturaleza de su prosa.
Como se sabe, el libro de Chirbes empieza con el hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba. A Esteban, el protagonista, le han embargado su carpintería al endeudarse en un proyecto que tenia a medias con Pedrós, quien ha desaparecido del mapa. A su condición de víctima se le suma, a su vez, la de verdugo, pues sobre él carga la responsabilidad de los trabajadores que ha dejado en el paro. Además, Esteban debe cuidar de su padre, enfermo terminal, con quien mantiene una relación de amor-odio, y soportar la hipocresía de Justino y Francisco, triunfadores durante la época de las vacas gordas y ahora venidos a menos desde el estallido de la crisis. El recuerdo de una hiriente historia de amor con Leonor, que acabó casándose con Francisco, completa las tribulaciones del personaje. Chirbes desgrana con exhaustiva exactitud y corrosiva sinceridad la corruptela de aquellos años de la burbuja pero, además, resulta interesantísima la introspección en los debates morales y existenciales del protagonista, que en la obra de teatro quedan prácticamente fuera del discurso y que, sin embargo, son contenidos de un gran potencial dramático.
Tampoco resulta demasiado convincente el actor que representa a Esteban (César Sarachu), que bascula entre el narrador y el intérprete sin acabar de ser del todo ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo, la interpretación de la asistenta Liliana (Yoima Valdés) parece sobreactuada y hay momentos en que resulta rayana en lo histriónico. Mucho mejor están Rafael Calatayud y Marcial Álvarez en sus papeles de Francisco y Justino, respectivamente, que dan la medida justa de la bravuconería altanera e impune de aquellos que se sintieron durante la época de la burbuja por encima del bien y del mal.
El espacio del pantano, tan simbólico en el libro, con su atmósfera asfixiante de naturaleza corrompida, trasunto de la corrupción de los hombres, que tanto recuerda a Blasco Ibáñez, aunque aparece constantemente en la adaptación teatral, no consigue convertirse en ese lugar casi cosmogónico que lo inunda todo. Con todo, la secuenciación de los pasajes del libro elegidos están bien ensamblados y tienen una coherencia dramática.

Como homenaje a Chirbes, la intención resulta noble y necesaria. Como producto artístico, en cambio, la adaptación pide algo más.

viernes, 10 de marzo de 2017

353. El whatsapp de Pepe Carvalho



Somos hijos de nuestro tiempo. Y nuestro tiempo transita bajo el imperio del hombre digital. También en literatura. A todo novelista que desee ubicar su trama argumental en el siglo XXI le debe de costar dios y ayuda sustraerse a las innovaciones tecnológicas que dominan nuestras vidas y prescindir de todo aquello que se nos ha vuelto cotidiano. Es como si a Galdós se le pidiese que evitara las calesas en sus novelas. Y, sin embargo, cada vez entiendo mejor a los escritores que huyen de ésta nuestra era electrónica, y no porque no les atraiga convertirse en cronistas de una época la suya propia, sino porque la integración de todo ese endemoniado aparato de novedades digitales en una obra artística les debe de chirriar tanto como una mala ortografía.
Sólo detenerse en los meros significantes de toda esa verborrea tecnológica y ya siente uno cómo la libido literaria se va a hacer puñetas. Chat, whatsapp, twitter, facebook, instagram, wifi…, son palabras horribles desde el punto de vista estético. O la tiranía de la sigla, donde uno en lugar de hablar, parece que esté todo el día deletreando, 3g, sms, usb, mp3, jpg, gps. No digamos si alguno de esos palabrejos mancilla algún verso en un poema (que los hay).
Pero ya no es sólo por una cuestión de belleza formal. Es que con las tecnologías se ha perdido por completo el encanto de algunas novelas, sobre todo de las policíacas. Ya no se investigan los crímenes como antes, sin ese arrimo constante a lo digital, a la solución fácil, cómoda y casi sobrenatural de la informática, cuyo ascendente apenas deja margen a la pericia del investigador. ¿Dónde quedó aquella investigación artesanal, basada en la intuición genial del detective, en la acumulación de indicios que van componiendo el rompecabezas del crimen, en los avatares azarosos que alumbran una nueva pista? ¿Se imaginan al comisario Maigret escudriñando el perfil de facebook de su víctima? ¿O a Pepe Carvalho pidiéndole por whatsapp a Biscuter que le envíe el informe del forense? ¿O a Moriarty dejando sus pullas en twitter a Sherlock Holmes? ¿Y qué me dicen de las novelas de aventuras? Ya no hay aventurero que no tenga a mano el gps del móvil para no extraviarse en mitad de la selva. ¿Pero qué birria de aventurero ese ése? Robison Crusoe cazando pokemons en su isla para superar el tedio; Phileas Fogg trazando su itinerario en google maps; Gullivert usando el traductor automático para entenderse con los Houyhnhnms; Segismundo enfadado porque a su cueva no le llega el wifi que le permita ver en su tablet la serie de HBO, Prison break en full HD.

Cuando la imaginación de Julio Verne se adelantó a su tiempo, incorporando a sus novelas todos aquellos artilugios que acabaron por convertir al autor francés en un visionario, lo tecnológico era aún una posibilidad, una fantasía sugestiva. Del mismo modo, las novelas distópicas ambientadas en un futuro aún lejano, nos permiten jugar con los imposibles gadgets de un mundo nuevo y apasionante. En ambos casos, la tecnología tiene su punto de fascinación. ¿Por qué no entonces en la novela ambientada en nuestros días? Quizás no sea, en último término culpa de la tecnología misma, sino de esa necesidad de distanciarnos de nuestra cotidianeidad que, a la postre, ha sido desde siempre una de las funciones fundamentales de la literatura. Por eso, de entre toda la terminología electrónica que nos inunda, sólo incluiría una en una novela. La de la nube.