lunes, 12 de febrero de 2018

392. El infierno está en nosotros



Fue Jean Paul Sartre quien acuñó aquella famosa sentencia según la cual “el infierno son los otros”. Con ella, el filósofo francés pretendía denunciar el tormento que sufre el hombre contemporáneo, pendiente siempre del juicio que sobre él infligen sus semejantes. La cita de marras no es aquí baladí, pues Luis García Montero ha tomado prestado para su nuevo libro de poemas el título de la obra de teatro donde Sartre hizo popular su máxima, A puerta cerrada. Sólo que García Montero reformula al existencialista parisino y concluye que, quizás, el infierno seamos nosotros mismos. El poemario se convierte entonces en una suerte de purga donde se alerta del peligro de nuestro propio yo y nos conmina a vaciar nuestras cenizas para hacernos más dignos. Detrás de ese requerimiento se intuye, también, un ajuste de cuentas del propio poeta con sus fantasmas personales. Sólo así, restituido, el hombre puede buscar su propia redención y convertirse también en partícipe de la acción que permita cambiar el mundo. No es, sin embargo, tarea sencilla: son enemigos el descreimiento que da la edad y la difícil voluntad de querer despertar cada día con la convicción de que se espera algo de uno mismo, aunque el poeta “resist[e] como un niño sin familia / esperando en la casa del extraño / que [l]e dejen volar una cometa”. También es un enemigo el desamparo del hombre consciente y lúcido. Todo el poemario está revestido de una grisura urbana, “la selva fría” de su poema homónimo, en mitad de cuyo ruido y soledad  deambula el poeta desorientado, muchas veces insomne. Otras veces es su propia vida doméstica la que se le antoja hostil, la que lo interpela o le  reprocha como a un desconocido. Pero, pese a todo, hay una disposición para la acción, simbolizada en ese lobo que merodea por muchos poemas del libro. El lobo que se indigna ante la injusticia y que desea clavar sus colmillos sobre los poderes fácticos que nos anulan y a quien el poeta debe amansar con diplomacia porque los cambios deben producirse desde la serenidad del pensamiento.
Hay en el poemario una gran presencia de versos dedicados al tiempo y sus estragos. En “Última hora”, el poeta desmonta las melancólicas imágenes machadianas y, explícitamente, dice que el tiempo es un reloj de pared y el hombre la víctima propiciatoria que se sitúa en ese paredón. Otras veces el tiempo parece repetirse, como en el poema “Vigilar un examen”, donde el Montero profesor se evoca a sí mismo entre los pupitres de sus alumnos, trazando una cronología de su juventud para concluir que, en materia de calidad democrática, algunas cosas siguen igual. La añoranza de la infancia y de los amores, las oportunidades perdidas, las ausencias (precioso el poema “El silencio y el ruido”) y un afán de preservar de los buitres del tiempo la carroña de su pasado feliz, completan los poemas que toman al tiempo como motivo poético central.

Y, por supuesto, la poesía. La poesía, necesaria allí donde es urgente; la poesía que escapa de la preceptiva para hacerse viva donde se la necesita, no aquella que amenaza con sus autocomplacientes inviernos o que marchita la palabra viva de las calles Y, sobre todo, la poesía que nos salva de nosotros mismos, la poesía que indulta para hacer del escritor, al fin, “padre de mundos libres, / poeta y perdonado”.

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