lunes, 19 de febrero de 2018

393. Hidalgo Bayal: el genio recóndito



Con los cuarenta enseñando sus fauces en el mensario de mi vida, uno ya no está para perder las horas de lectura en trivialidades. El idioma es sabio y ya coloca detrás del temible número el sufijo aumentativo. Se deja de ser –añero, ese morfema que democratiza la sensación de sentirse joven, emparentándote incluso con los de quince, para convertirte en –ón, con su tilde grave y severa, arrastrando la pesada fonética de la desolación. Cuarentón. Y, aunque aún vemos lejos el –genario del invierno y apenas hemos dejado atrás la primavera, el principio del otoño estampa las aceras con su solemne alfombra de hojas secas como si quisiera mostrarnos el camino.
Y todo este preámbulo metafísico-lingüístico, ¿a cuento de qué? Pues a cuento de Gonzalo Hidalgo Bayal. Porque leer a este autor cacereño es sumergirse en esas sutilezas del lenguaje que son, a la postre, nuestra gran ontología: somos en la palabra. Por eso es tan inquietante el penúltimo libro de Hidalgo Bayal publicado por la editorial Tusquets, Nemo, ese forastero sin nombre ni pasado que se retira como huésped a un lejano pueblo con la firme intención de no volver a hablar nunca más, probablemente como consecuencia de alguna triste convalecencia existencial. Y si somos en la palabra, ¿quién es entonces Nemo? Nadie, como lo han bautizado, a la latina, los habitantes del pueblo. Con un lenguaje elegante, deslumbrante, de precisión casi quirúrgica, heredero de la prosa de Sánchez Ferlosio, y que a veces recuerda al primer Landero,  Hidalgo Bayal hipnotiza al lector con esta historia que tambalea los pilares sobre los que se sustenta nuestra concepción radicalmente lingüística del mundo. Por eso los personajes de Nemo no pueden concebir la renuncia al lenguaje de su misterioso huésped y el escribano (todos los personajes de la novela carecen de nombre propio y son aludidos por sus respectivos oficios) debe dar cuenta de todos los detalles de ese silencio y registrar las especulaciones que los habitantes del pueblo, reunidos en el ágora de la bodega, emiten acerca de ese voluntario mutismo. La novela se interrumpe a veces con algunas interpolaciones de historias paralelas, que recuerdan otros silencios ilustres de la historia del pueblo, y la sucesión de las mismas nos recuerda a veces el género del filandón, que el lector acepta gustoso, olvidado incluso de la trama central por el mero placer de sentir la inercia de la narración sin otra motivación que dejarse mecer por ella.
En un mundo donde la palabra se ha desvirtuado hasta convertirse en la “portavoza” de la insulsez o de la estulticia; donde, en su saturación, cada vez significa menos, uno comprende a Nemo y su ascetismo del silencio. Sin embargo, por eso mismo también, se agradecen voces como las de Gonzalo Hidalgo Bayal, que entronizan de nuevo a las palabras en el sitial de su venerabilidad y les hacen decir el mundo con la certeza de su esencialidad primera.

No sé si Hidalgo Bayal es lectura de cuarentones. Desde luego, no está en el candelero de todas las operaciones del mercantilismo literario ni su rostro luce en los grandes carteles de las librerías, ni hay pilas de sus libros hacinándose para el consumo feroz de los lectores adocenados. Pero en los albores del sufijo aumentativo, y con el empaque que da su oronda madurez, me van a permitir este orgullo generacional de saberme ya, para siempre, en la gran literatura, que a veces hay que buscar, en mitad del ruido, a la vera de estos genios recónditos.

A Concha D’Olhaberriague

1 comentario:

Concha D'Olhaberriague dijo...

Es todo un honor, Fernando, que mi nombre aparezca en este blog tan delicado y al pie de Nemo, una novela aforística - historia, ensayo, apólogo- que ha quedado prendida en mí para siempre.
Muchas gracias, amigo
Un abrazo fuerte

Concha